Una película truncada
Hasta que se vuelve errática, El cielo elegido tiene unos cuantos méritos bastante inusuales para el cine argentino. Es una historia de curas: pero no de curas villeros, ni sobre abuso de menores, y tampoco de curas al estilo Sandrini. El cielo elegido, en sus dos primeros tercios, es una película filosófica, teológica, herética, en no pocos momentos una comedia perversa basada en la interacción de tres sacerdotes y sus diversas oscuridades. En sus conversaciones hay una electricidad interesante: juegos inteligentes, desafíos obsesivos y malignos. Los dos sacerdotes mayores parecen tener un plan, el más joven parece observar. Los tres, sin embargo, saben hablar, es decir, tienen no pocos diálogos -o monólogos- que se notan escritos con la densidad y la gracia habituales del buen cine estadounidense. Esos diálogos no sólo están encarnados en los personajes sino que además se relacionan de forma lógica y profunda con el ambiente.
Los curas mayores están interpretados por Osmar Núñez (oscuro, ladino) y Osvaldo Bonet (impecable, certero, molesto). El joven es Juan Minujín (antes de Vaquero, su ópera prima como director, y antes de protagonizar el éxito Dos más dos). Es que esta película tiene varios años y recién se estrena. Su director es el muy poco prolífico (aunque de gran trayectoria como camarógrafo y director de fotografía) Víctor González. Su única película anterior es de 1999, se llamó Ciudad de Dios (no confundir con la brasileña de Meirelles, de 2002), también centrada en tres personajes en disputa y también una película extraña, difícil de encuadrar. En El cielo elegido, sobre todo al principio, González apela a travellings un tanto reiterativos, pero brilla en el aprovechamiento de espacios: es realmente asombroso el trabajo sobre el cementerio, por ejemplo. El espacio -como los diálogos- está perfectamente asociado con la actividad de los personajes.
Pero las cosas, inexplicablemente, cambian, o tienen un destino trunco. El cielo elegido es una película demasiado larga. Y, también, El cielo elegido es una película demasiado corta. Es demasiado larga porque a partir de que esta historia sobre tres curas abandona el centro neurálgico del seminario, el relato adquiere formas extrañas, no tanto raras sino de desconcierto, de descalabro narrativo: las acciones y las decisiones se vuelven abruptas, y lo que pretende pasar por misterio se queda en arbitrariedad. ¿Qué guía al personaje de Minujín en el último tercio de la película? No parece el mismo de antes y tampoco se nos contó ese cambio o, si se lo hizo, fue superficialmente. Los espacios ya no interesan por su construcción, ya no son claros ni subyugantes. Así, ese último tercio sobra: la película era otra -mucho mejor- antes. Y, a la vez, algo falta, ese último tercio se nota demasiado comprimido. La película dura dos horas, pero su potencia y su armado simbólico eran para tres. O para una hora y media. O para otra organización que la presentara cohesionada.