La película comienza con un rico y sutil trabajo a partir de miradas y gestos menores pero a medida que se desarrolla la historia, los diálogos recargados, las situaciones sobre explicativas, los gestos melodramáticos, se llevan a la rastra los logros.
Cuando la película finaliza, queda clara la perspectiva desde la que el director decidió articular el relato: por sobre las claves psicoanalíticas o los recursos del ballet en cualquiera de sus formas (existen maravillosos ejemplos del acercamiento del cine a la danza), o incluso por sobre la conflictiva relación director / ejecutante, Aronofsky decidió centrar su narración en el melodrama, en la historia llorona, en el registro más elemental, entre las tantas aristas ricas con las que podría haber trabajado.
Y no es que no haya visitado cada uno de los tópicos antes detallados. Cada uno de ellos fue parte de la preparación de la escena final, que reduce todo aquello al lacrimógeno final, que todo cierra y que todo redime. Lejos de la complejidad que permite la historia de Nina, una bailarina sacrificada cuyo único sueño –único sueño de su posesiva y frustrada madre tal vez– es ser cabeza de la compañía en la cual baila.
Llegado el momento en el cual el director debe elegir a quien reemplazará a la actual bailarina principal, las alucinaciones, la disociación del mundo, las fragmentaciones de la realidad, parte de su complejo cuadro psicológico, acosarán a Nina. Ella deberá asumir el rol del cisne blanco, pureza virginal, y el cisne negro, perverso y sensual. Este es el personaje que Nina no puede asumir en su arte, el que no puede protagonizar, sin poner en cuestión su propia vida al intentarlo.
El cisne negro cuenta el conflicto desatado por las marcas de una madre brutalmente castradora del deseo personal, y la demanda de un director que necesita sacar de su estrella la parte oscura, para dar lugar a la creación artística.
Si la película comienza con un rico y sutil trabajo a partir de las miradas, de los gestos menores, de algunas pocas palabras, a medida que se desarrolla la historia, los diálogos recargados, las situaciones sobre explicativas, los gestos melodramáticos, se llevan a la rastra todo lo intuido en los primeros minutos. Las actuaciones se multiplican para sostener esta obviedad y la sobre interpretación de los conflictos, de modo que se recurren al histrionismo exagerado, en el gesto sin matices, sin lugar para la riqueza expresiva y dualidad de la locura.
La locura de manual, la psicología de autoayuda, el recurso al director autoritario pero genial, y la recurrente historia de la antagonista en el escenario, son los elementos con los cuales Aronofsky, un director algo sobre valorado, hace una película mediocre, con cierto olor a viejo.
Los llantos, los aplausos a la actuación de Portman (que como Firth en El discurso del rey, hace lo que se debe hacer para ganar un Oscar), y las vivas a una supuesta obra donde el ballet es parte del arte, son el mito que sostendrá, mientras dure, el efecto de esta pobre película. En El cisne negro el realizador no pierde oportunidad en desperdiciar cada uno de los elementos interesantes que podría haber explotado, si se hubiera animado a asumir el riesgo expresivo que se supone propone en su propia historia.