Bailarina en la oscuridad
Con una puesta en escena apabullante y una Natalie Portman inmejorable, el director de El Luchador, Darren Aranofsky, vuelve a poner el foco en el cuerpo y su puesta en tensión, aunque deja con ganas de más.
A pesar de no ser una buena película, El cisne negro consigue algo increíble ni bien empezada: hacer del ballet un espectáculo cinematográfico cargado de dinamismo y desenfreno, y no -como podría esperarse- un ejercicio de virtuosismo técnico dirigido solamente a los conocedores. Esa búsqueda de la película se parece al reclamo constante de Thomas (Vincent Cassel), el coreógrafo de la compañía de ballet de Nueva York encargado de poner en escena El lago de los cines, quien le demanda una y otra vez a su joven estrella Nina que se abandone a sus impulsos más pasionales. Nina, bailarina talentosa y prometedora que tiene a su cargo la interpretación del cisne blanco y del cisne negro, no puede romper con el rigor de la forma clásica ni con sus propias inhibiciones y entregarse de lleno a los movimientos sensuales y ominosos del cisne negro. Para lograrlo, deberá recorrer un camino lleno de obstáculos y pruebas que giran alrededor de la dominación materna y la inexperiencia sexual.
Es en ese recorrido de Nina que la película, como su protagonista, trastabilla, se cae y con enormes esfuerzos se levanta, solamente para verse caer de nuevo. Gran parte de El cisne negro se va en la exhibición de las mezquinas internas de la compañía de ballet. En el revelado de las miserias de sus personajes, la película se vuelve sórdida, cómodamente exhibicionista, pero de a ratos esa sordidez gana en espesor y el clima deviene enrarecido, como cuando se conoce el destino trágico de Beth (la anterior estrella de la compañía) y se muestran sus tremendas heridas y cicatrices. Lo mismo pasa con la aparición de lo sobrenatural: Aronofsky vuelve a un tema del romanticismo, el del doppelgänger,que coincide históricamente con el surgimiento y apogeo del ballet en su vertiente fantástica. Nina intuye la amenaza de otra que podría ser su doble y en esas escenas El cisne negro pulsa las cuerdas de un terror sordo y contenido, aunque no por eso menos inquietante. Hasta que la psicología viene a tranquilizar conciencias: lo de Nina no serían más que alucinaciones fruto de una razón afiebrada y reprimida. Aronofsky juega a ser un romántico del siglo XIX pero en versión nuevo milenio: lo terrible y angustiante de la vida puede contarse solamente a fuerza de convertirlo en enfermedad de la mente.
Esa oscilación entre sordidez cómoda y arriesgada, entre lo fantástico y su explicación racional, es lo que le imprime a El cisne negro un aire de cine con grandes ambiciones pero sin el coraje para consumarlas. Lo que termina de salvar la película es la figura enorme, delicada y elegante de Natalie Portman, que tiene un porte clásico como ninguna otra actriz de su generación. Cuando baila, Portman actúa con todo el cuerpo, y ahí es donde Aronofsky triunfa, cuando indaga de cerca con su cámara en el esfuerzo de sus músculos o en la tirantez de su cuello. Así, el interés último del director sigue siendo el cuerpo y su puesta en tensión. Los momentos más intensos de El cisne negro son aquellos en los que los personajes se entregan al goce físico (el director filma una escena de sexo antológica entre Portman y Mila Kunis) o en los que el cuerpo de Nina muta y se desgarra, cuando se le parten las uñas o la piel se le abrasa. Pero fuera de esas escenas fugaces, vibrantes por la indeterminación que las habita, es decir, excepto por los momentos en que Aronofsky se parece a un Cronenberg de qualité, El cisne negro es apenas otro thriller que no se atreve a mirar el mundo sin las anteojeras reductoras y complacientes de la peor psicología. Es inevitable que nos sintamos como Thomas y le pidamos al director que se atreva a abandonar su película a la locura más irracional y desaforada.