El día que Aronofsky olvidó la lección
Para el creador de El cisne negro no hay preguntas, sólo afirmaciones a través de figuras estereotipadas, lentes deformes, ángulos quebrados, en una atmósfera que pretende borrar límites y que se jacta vanidosamente de ser onírica.
El Hollywood de hoy ama el cine pastiche, aquel cine que permite reconocer citas de otros films, cruces de ciertos géneros que baten taquillas filtrándolos por estéticas videocliperas; carteles actorales en boga con nuevas promesas, con algunas presencias de estrellas que marcaron un top ten en otras épocas. Y por supuesto, efectismos.
El Hollywood de hoy (mejor dicho el aparato voraz de su industria) ha llevado a torcerles el codo a realizadores europeos y asiáticos, garantizándoles ciertos acomodamientos desde una interesada premiación, sólo fugaz, pasajera. Si alguna vez Darren Aronofsky supo ser original y construyó un espectador activo, a través de films como Pi o Réquiem para un sueño, auténticamente provocadoras, hoy presenta uno de sus film más impersonales, manipuladores, obvios y altamente pretenciosos. Olvidábamos señalar que su último film, El luchador, se encuentra en las antípodas de este.
A partir de uno de los films favoritos de Martin Scorsese, Brian De Palma y del mismo Coppola, Aronofsky retoma algunos aspectos del que es considerado obra maestra paradigmática de los films sobre el mundo del ballet: Las zapatillas rojas, de 1948, dirigida por los notables Michael Powell y Emeric Pressburger, con la eximia interpretación de Moira Shearer.
Reestrenada en su versión restaurada en el Festival de Cannes del 2009, Las zapatillas rojas es una feliz recreación de uno de los tantos cuentos de Hans C. Andersen. Ambientada en el detrás de la escena de los espectáculos de ballet, pone en juego circunstancias reconocibles fácilmente en El cisne negro, particularmente en lo que hace a la composición seleccionada, El lago de los cisnes del inmortal y sublime Tchaikovsky, y de la relación del coreógrafo con la primera bailarina. Las distintas situaciones, obsesiones y perfeccionismo, hoy vuelven a estar presentes en el film que nos ocupa (y nos preocupa), merecedor de cinco nominaciones al Oscar, entre ellos, mejor film y dirección.
Fue en aquel evento celebratorio de 2009, cuando Scorsese se refirió a los presentes narrándoles que a Las zapatillas rojas la había visto por primera vez, junto a su padre, cuando tenía nueve o diez años. Y que desde entonces la siguió de cerca, observando a través de su historia "el misterio de la pasión por la creación artística, el lado más oscuro que de pronto puede despertar sin avisarnos".
Este comentario de Scorsese es el que tal vez, aunque sin lograrlo, Darren Aronofsky ha pretendido escenificar, poniendo en las marquesinas la arriesgada relación "arte locura", olvidando la lección de maestros tales como Ken Russell y de Vincente Minnelli. Para el director de El cisne negro no hay preguntas, sólo afirmaciones a través de figuras estereotipadas, lentes deformes, ángulos quebrados, por nombrar sólo algunas, en una atmósfera que pretende borrar límites, que se jacta vanidosamente de ser onírica.
Desde una concepción banal de lo freudiano, El cisne negro se pasea por galerías traumáticas que se alojan en la superficie de Repulsión de Roman Polanski, film al que intenta vampirizar en algunos pasajes. Y para ello su director ha elegido un punto de vista subjetivo que lejos de marcar cierta sospecha reafirma lo que se dice de mil maneras, hasta el cansancio. Todo se balancea torpemente entre el negro y el blanco, la inocencia y la maldad, el lado luminoso y el lado oscuro. Así se construye por igual todo el repertorio de conductas maniqueas del film.
En el último Festival de Venecia, en el que El cisne negro se presentó el día de la apertura logrando enojosas críticas y aplausos por igual, la actriz Mila Kunis obtuvo el premio "Marcello Mastroianni" a la mejor actuación no protagónica. En el film, ella, Lily, es el reverso de Nina, rol que asume con dureza y eficacia una notable Natalie Portman.
Nina, que se esfuerza por ser perfecta, que lucha por conseguir en ese espacio de rivalidad el gran rol de su vida, vive junto a su madre, puritana y orgullosa de su pasado, de su rostro, de su belleza (ahora ya una máscara), en un mundo de fábula, rodeada de animales de peluche. El vínculo tiránico y despótico de su madre recuerda a la madre de Carrie de Brian De Palma y su primer rival, la mala de Lily, funciona como su propia imagen a través del espejo. Todo esto en el film se va repitiendo hasta la fatiga.
Y de pronto despertará lo reprimido, lo que pretende ser siniestro (sin alcanzar ni un solo tono de Suspiria de Darío Argento), de tensión con su manipulador director, rol que compone un admirable Vincent Cassel, a través de conductas sádicas y seductoras. Nina vivirá junto a Lily el desborde y el exceso, llegando a fantasear un irrumpir orgásmico, tan burdo y grotesco, como en el más mediocre de los films.
Confluencia de gritos y sobresaltos, de golpes escénicos particularmente en lo que remite a su vínculo con el personaje que compone una excluida Winona Ryder, El cisne negro revela su costado más payasesco, a partir de lo que altivamente su director se propone.
Pedante y superficial, film poblado de espejos y espejos, espejos y más espejos, con dosis elevadas de truculencia a lo Cronemberg, el film de Darren Aronofsky nos lleva a añorar obras eximias tales como Momento de decisión de Herbert Ross, Invitación a la danza de Gene Nelly, Billy Elliot de Stephen Daldry, uno de los episodios de Fantasía de Walt Disney. Y por supuesto, allí esperan, Las zapatillas rojas.