Bailarina en la oscuridad
Vaya a saber por qué en Hollywood ha gustado tanto este disparate, al punto de llegar a competir este año al Oscar como mejor película. Tal vez se haya considerado novedosa la iniciativa de enrarecer el ámbito del ballet (tan propio del llamado cine de qualité) con ingredientes del cine de terror. O a lo mejor conmovió el esfuerzo al que se sometió la ascendente Natalie Portman para su protagónico, ya que (si bien la expresión de su rostro es casi siempre la misma) llora, grita, vomita, se lastima, se masturba, besa a personas de distinto sexo y ensaya difíciles pasos de baile, todo en una sola película. De todas maneras, el problema no serían las cinco nominaciones para los premios Oscar de El cisne negro, sino qué hizo con el material que tuvo entre sus manos Darren Aronofsky (1969, New York, EEUU), director que alguna vez fue visto como una promesa del cine independiente.
Ciertamente, Pi (1998) y Réquiem por un sueño (2000) desplegaban un estilo que podría definirse como experimental efectista, con la música hipnótica de Clint Mansell y un dramatismo bizarro logrando sorprender y perturbar al espectador. Las intenciones de El cisne negro, en cambio, no son tan claras, y, aún siendo ya el quinto largometraje de Aronofsky, exhibe inmadurez en su planteo.
Ver a una joven bailarina (Portman) sufriendo por las exigencias de su vocación y por el consiguiente deterioro de su salud física y mental, no es nuevo en la historia del cine. Tampoco que, como aquí, haya un profesor medio despiadado (Vincent Casell), una madre sobreprotectora (la notable Bárbara Hershey, haciendo extrañar los personajes en los que supo lucirse años atrás) y una temida rival (Lily Kunis), o que la disyuntiva sea la fría perfección versus la sensualidad y el riesgo. Es inevitable relacionar a esa madre y esa hija con las de Carrie (1976, dir: Brian De Palma) o la autodestrucción a la que se entrega la bailarina con la de tantos artistas vistos anteriormente en la pantalla. El film de Aronofsky no sólo pierde en la comparación con aquéllos por su falta de originalidad: sus personajes son pura cáscara, como dibujos moviéndose al ritmo de un guión que va mutando del drama al terror hasta alcanzar ribetes ridículos. De hecho, El cisne negro ni siquiera parece necesitar de actores, transformando su acontecer en la sucesión de viñetas de un comic.
Aunque con ínfulas de obra adulta y compleja, todo es bastante elemental, desde el descontrol de una salida nocturna hasta la reacción de la aniñada protagonista de arrojar sus muñecas al incinerador. Cuando el profesor (Cassel) y la amiga (Kunis) demuestran, cada uno a su manera y ocasionalmente, afecto por la chica, el film parece tomar un respiro, asomando algo de verdad, pero esos momentos se diluyen en medio de un ritmo videoclipero y superficiales sobresaltos. La cámara en movimiento persiguiendo siempre a la joven se ajusta a su estado de inquietud constante, pero denota, también, falta de criterio en la puesta en escena.
En el cine de Aronofsky hay ciertos temas que se repiten (el cuerpo que padece los caprichos de su dueño, las obsesiones que enferman) pero esto no parece suficiente para considerarlo un medio de resonancia de reflexiones estimulantes. Hay en este director, además, algo oscuramente moralista, no tanto porque sus personajes sufran por sus excesos, sino por su falta de humor y la manera en que se resiste a que los espectadores encuentren en sus películas alguna forma de placer y serenidad.