Pegale que le gusta
Hay óperas primas o películas bisagras que comienzan a perfilar la mirada personal de un director y que contienen ya ciertos vicios, para bien o para mal. Uno reconoce talento ahí pero no deja de sentir sospechas sobre lo que el futuro les depare como cineastas si potencian esos defectos. Podríamos incluir en una posible lista a Alejandro González Iñárritu (Amores perros), Fernando Meirelles (Ciudad de Dios) y el Lars Von Trier de Contra viento y marea.
En el caso de Aronofsky, lo interesante que tenía Pi (1998) se desdibujó rápidamente con Réquiem por un sueño (2000), cuando una idea seductora (la televisión como droga) era desarrollada a partir de metáforas visuales obvias.
Luego, con La fuente de la vida (2006), una película totalmente pretenciosa y fallida, todo parecía concluir para este joven director estadounidense, sin embargo, El luchador (2008), con su simpático tono nostálgico y menos ambiciones, lo redimiría por un tiempo. Duró poco, porque llegó El cisne negro (2010), el cúmulo de todos los vicios y una ensalada de referencias cinematográficas que, además de dialogar gratuitamente con Hitchcock, Cronenberg, entre tantos nombres posibles, y algunos clásicos cuentos literarios y cinematográficos, se hermana con el peor Von Trier en su regodeo visual de la tortura y la misoginia feroz al llevar personajes femeninos hasta límites insoportables.
La historia de Nina (Natalie Portman), una bailarina aspirante a obtener el protagónico de El lago de los cisnes que debe vencer los obstáculos que le ponen un coreógrafo obsesivo (Vincent Cassel), sus compañeras y su propia madre (Barbara Hershey), conecta a la historia con otras tantas de la factoría industrial hollywoodense (¿alguien recuerda Flashdance?) donde el triunfo de la voluntad de las heroínas las llevará a los laureles de la victoria. No obstante, Aronofsky decide correrse abruptamente de ese esquema e introduce un largo camino de arbitrariedades que van desde metamorfosis a fantasmas pasando por autoflagelaciones y supuestos despertares sexuales, disfrazado de la supuesta incertidumbre que nace al no saber si asistimos al orden de lo real o de lo imaginario.
Si la primera parte del film podría enmarcarse dentro del registro documental a partir de la observación de los recovecos de la experiencia diaria del ensayo y de la preparación del ballet, como del entorno opresivo del personaje (muy bien sostenido estéticamente para buscar la identificación con el espectador), la segunda es un muestrario de escenas delirantes al ritmo de un video clip pero con música clásica, donde diversos géneros (melodrama, thriller, terror) desfilan vertiginosamente.
Este camino tortuoso es lo que molesta y coloca al filme en la línea de Anticristo (2009) de Lars Von Trier, otro cineasta tramposo (comparar la primera escena de este con la última de Aronofsky, dos monumentos a la abyección), que supo relegar sus ideas provocativas, pero seductoras, para desembocar en un cine efectista y manipulador. En este sentido, El cisne negro es una película pensada para generar ruido, con su precaria mirada hacia el dolor del esfuerzo profesional pero con un marco prestigioso que le asegure su candidatura a los oscars.
Debe reconocerse, no obstante, un dinámico manejo de cámara adaptado a ciertos momentos narrativos. En este sentido, la película parece consagrar el esfuerzo interpretativo de Portman, siguiéndola con variedad de ángulos y buscando que, como espectadores, no sólo bailemos con ella sino que suframos su tormento. Yo paso.