Fuegos artificiales y Tchaikovsky
Natalie Portman encuentra en este film una interpretación hecha a medida para los premios Oscar, mientras que el director de Pi y Réquiem para un sueño confirma su propensión al efectismo más altisonante y declamativo.
Todo es cuestión de estilos. Y no hay duda de que Darren Aronofsky lo tiene: efectista, presuntuoso, declamativo, energético. Ya en las iniciales Pi (más allá de las ecuaciones matemáticas) y Réquiem para un sueño (más allá de su inmerecido prestigio), el director hacía de las suyas. Nunca perfil bajo, siempre con su estilo altisonante, ideal para el resultado de los anabólicos y la exhibición de tatuajes del resucitado Mickey Rourke (o algo parecido a lo que fue alguna vez) en los rings de El luchador. En este punto, El cisne negro tiene más de un parentesco con aquel outsider de musculatura fabricada en el gimnasio.
Ahora es El lago de los cisnes y la elección de la joven bailarina Nina (Portman) para interpretar al blanco y al negro de la obra de Tchaikovsky, al lado puro y al oscuro del mundo del ballet. Desde la primera escena, Aronofsky ofrece su nada sutil estética y, peor aun, con el devenir del relato explica una, dos, tres, varias veces por dónde viene la historia y qué le ocurre (y ocurrirá, claro) a la frágil y glacial protagonista, características que resaltan aun más desde la robótica y oscarizable interpretación de Natalie Portman.
Pero el director –al mismo tiempo, ambicioso y vacío a través de su propuesta– apuesta más alto y convierte la trama en una sucesión de escenas de género (terror, melodrama, film-ballet) con momentos realistas, fantasmagóricos y oníricos, transformando a la narración en un vale todo a puro efectismo. Por ejemplo, la relación entre Nina y su madre (Barbara Hershey, otra resucitada para el cine) que remite a la Carrie (de Brian De Palma), con una mamá en versión erudita, claro está, porque se trata de Tchaikovsky, El lago de los cisnes y los conflictos internos de una bailarina impedida de expresar su lado oscuro. Que es el cisne negro, no olvidar.
Pero el estilo pirotécnico de Aronofsky no culmina allí. Habrá una escena de sexo entre una borrachita Nina y su competidora (para deleite de la platea voyeurista), un tiránico director del ballet (Vincent Cassel), y la habitual pero nada original competencia que se establece en el mundo de la danza. También hay grajeas de talento para los fanáticos de la cámara en mano y bailes y destrezas bien filmadas, pero siempre con el consabido montaje que impide saber si la protagonista es la que aparece en imágenes, una doble, o quién sabe.
Y así es el estilo Aronofsky, un rompecabezas astuto que deja ver sus pomposas costuras a pura euforia estética. Fuegos artificiales tirados al voleo que terminan siendo un par de petardos en oferta que no pueden ocultar su más declarado exhibicionismo.