La relación entre locura y arte es una de las más transitadas por el cine: podríamos citar la magnífica “Sed de vivir”, de Vincent Minelli, como modelo. La relación entre la danza y la locura, también: podemos citar la magnífica “Las zapatillas rojas”, de la dupla Powell-Pressburger. El juego visual para pintar ambas cosas ya estaba mucho en el Ken Russell de los `70. La pretensión estética de tomarse en serio lo que ya se ha vuelto trivial y aderezarlo con escenas propias del cine de terror, alegorías (que además se explicitan en boca de los personajes por si no entendemos), de hacer sobreactuar a buenos intérpretes para que den “intensos”, de mentar el sexo como algo perverso, de usar la cámara como si fuera una pelota de tenis, no tiene nada que ver con los films mencionados y es la raíz de este cisne más bien gris. La historia es simple: una bailarina perfectísima pero sin pasión (Portman) será la nueva estrella de un ballet y hará, al mismo tiempo, el rol del cisne blanco y del negro en –sí, claro– “El lago de los cisnes” versión “novedosa” (el aficionado al ballet verá que de “novedosa” la puesta no tiene nada). Pero... el “negro” no le sale porque no tiene pasión y es una reprimida sexual. En fin, algo así como “La película de la semana” pero con golpes de efecto tremendos (sangre, piel que se rompe, transformaciones digitales, etcétera). El ballet es para el aplauso del fariseo, que creerá que a la gran música hay que saludarla siempre. De cine, nada: un videoclip disparatado, que no deja vivir a sus personajes.