Como bien afirma Bordwell en su libro “El significado de la Forma Fílmica”, muchas veces las valoraciones de las obras de arte son analizadas de una manera totalmente subjetiva, al menos por la gran mayoría de la gente que solo busca un divertimento que lo aleje de la realidad durante tiempo cercano a las dos horas, y también por la mayoría de las revistas populares, las cuales -prosigue Bordwell- solo pretenden hacerle saber al lector si merece la pena acudir al cine a ver esa película o al teatro a ver determinada obra.
Pues también, a lo anteriormente mencionado, me parece válido agregar dos conceptos íntimamente ligados entre sí y también entrelazados rotundamente con el propio cine: la expectativa y la predisposición.
Como bien ha de saber aquel quien lea esta crítica, la expectativa por determinado evento tiende a maximizar el estado de anhelo que se genera en la persona; así como logra que uno acuda desesperado a la sala más cercana, también obra como arma de doble filo, dado que un espectador que no ha sido saciado por aquello que tanto esperó y deseó se verá doblemente decepcionado y alentará a todos aquellos que conozca a que eviten la experiencia, quizás traumática, que él vivió.
Así, numerosas películas que en sí no prometían más de lo que ofrecían se han visto cruelmente mancilladas por malas maniobras de marketing (un claro ejemplo de esto es La Dama en el Agua (The Lady in the Water, 2006) la cual se promocionó en la Argentina como un film de horror).
¿Pero qué sucede cuando la expectativa confluye, en el espectador en potencia, junto a la predisposición? Sin lugar a dudas, ambos factores beneficiarán a la película y los errores le serán fácilmente perdonados o, en casos más acusados que leves, le serán totalmente obviados.
Ahora bien, luego de esta gigantesca introducción, aunque necesaria y, espero, no del todo aburrida, toca hablar de El Cisne Negro (Black Swan, 2010) y de su director Darren Aronofsky, quien sin lugar a dudas es uno de los factores más importantes a la hora de analizar dicha película, no solo por su indudable labor tras las cámaras, sino principalmente por aunar los dos conceptos anteriormente mencionados. El Cisne Negro, como muchas de las películas de directores llamados “de culto”, ya era definida como buena, maravillosa y única incluso antes de ser vista por alguien que no sea integrante del equipo técnico o de producción del film. Y no es que esto sea algo malo necesariamente, y no lo recalco como cosa semejante ya que sin duda el film tendrá sus detractores (como todo), pero sí que dificulta el mero hecho de puntuar la película, de darle una nota justa y apropiada que no sea necesariamente la de “Obra Maestra” como ha sido la norma general. Y no hago esto para pretender desligarme del resto de la crítica, ni para mostrarme como un analista agudo, sino para acallar mis pasiones, para ser lo más fiel posible conmigo mismo y, a la vez, para ser fiel con aquellos que hayan optado por leer esta crítica. Pero antes de profundizar totalmente en la película, es necesario contar de qué trata, narrativamente hablando.
Nina (Natalie Portman), una joven, pura y angelical bailarina, aspira a obtener el papel principal en la obra “El Lago de los Cisnes”. Dicho papel necesita que aquella bailarina que lo encarne esté dotada tanto de la pureza necesaria para interpretar al cisne blanco como de la oscuridad propia del cisne negro. La naturaleza intrínseca del papel arrastrará a Nina por un camino que le es desconocido, el de descubrir y ensalzarse en su propia oscuridad interior, a la vez que lucha contra las presiones de una madre sobreprotectora, el “indecente” director de la obra, y su extraña amistad con una misteriosa compañera de reparto, Lily.
Por lo que se puede apreciar en tal sinopsis, la trama se encuentra íntimamente ligada a la propia de El Lago de los Cisnes, pero con un cambio de contexto temporal y social (el relato se centra principalmente en ese camino de autodestrucción que es tan común en la gente famosa de hoy en día y, la vez, muestra el terrible paso que supone el abandono de ese mundo idílico que es la niñez, para enfrentar la desazón de la adultez) y un corrimiento narratológico hacia el suspenso psicológico (que no terror), que su director ha optado por imprimirle a la película.
A Darren Aronofsky le hallamos entre sus mayores logros el haber realizado Requiem por un Sueño (Requiem for a Dream, 2000) y La Fuente de la Vida (The Fountain, 2006), entre otros films (sin nombrar su logro más importante, el haber salido casi diez años con Rachel Weisz). Y en todos ellos, cada uno de mayor o menor calidad, ha demostrado un pulso maravilloso a la hora de rodar escenas que abarcan casi todos los matices del espectro, ya sea mostrando el dolor que las adicciones provocan en las personas, la impotencia de un luchador antaño afamado, ahora olvidado, o simplemente mostrando a un Hugh Jackman devenido en Buda que flota frente a un aborigen centroamericano. Pero también en todas sus películas ha pecado de exagerar, en menor o mayor medida, prácticamente todos los elementos con los que trabaja, lo que termina varias veces por sacar al espectador de lo que está viendo, en lugar de inmiscuirlo totalmente. O lo que es lo mismo, el señor Aronofsky es terriblemente desmedido.
En El Cisne Negro esto también se aplica y puede percibirse en la manera en que cuenta una historia bastante sencilla, y ya conocida por todos, e intenta complejizarla de una manera tal que falla en varios de sus intentos a la hora de despertar tal o cual emoción en el espectador, dado lo artificial y forzado que resulta en determinados momentos. Como también Aronofsky, en ocasiones, pareciera quedarse sin ideas, gira en círculos sobre un mismo evento, solo que potenciándolo cada vez. Pero uno no es tonto, sabe que está viendo lo mismo que vio escenas atrás (no doy ejemplos concretos para no destripar la película), lo que hace que el ritmo se vea gravemente perjudicado. De todas formas, esto no supone que el ritmo en sí sea malo, es más, es superior a la media, pero esos momentos terminan por privar al film de la excelencia en ese apartado. Una pena.
En el aspecto técnico se percibe que la película ha sido realizada con mimo en prácticamente todos los apartados, por lo que el espectador se verá deslumbrado ante el gran trabajo de vestuario y maquillaje, como también en los planos artísticos y de puesta en escena, cada uno de los cuales muestra un fuerte enlace con el argumento de la película, logrando de esta manera un clímax increíble, no solo a nivel dramático, sino también técnico, con todos los elementos que muestran lo mejor de sí al mismo tiempo.
Lo mismo podemos decir del apartado sonoro y las maravillosas composiciones de Clint Mansell, quien en esta ocasión (como en todas) ha mostrado que su música no solo se ajusta perfectamente a lo que sucede en pantalla, sino que también permanecerá en la cabeza del espectador durante varios días.
Es en la fotografía donde es posible hallar uno de los puntos más flojos del apartado técnico del film. Si bien cuenta con gran cantidad de encuadres de excelente composición de los elementos en cuadro, no se puede decir lo mismo de la puesta lumínica de cada uno, simplista en la mayoría, que permanece solo en la exposición correcta de lo que se ve, sin arriesgar prácticamente nada. Y es necesario recalcar esta falta de “agallas” de Libatique, su director de fotografía, porque al ver el maravilloso trabajo que realiza en la primer escena, y sobre todo, en la secuencia que muestra la obra de teatro, sin dudas, uno se queda con las ganas de poder obtener un nivel semejante en la mayoría del metraje (y no me refiero a la pomposidad o majestuosidad de esas escenas, sino a que también es posible mostrar lo no-bello, de maneras harto elaboradas).
Por último, toca hablar del apartado interpretativo, el cual, sin lugar a dudas, es lo mejor de la película. Natalie Portman no solo realiza la mejor interpretación de su carrera, sino que también borda la que podría llegar a ser la mejor actuación femenina en lo que llevamos de este siglo XXI. El reparto, como en todas las películas de Aronofsky, no desmerece en absoluto, ya que es posible encontrar a Vincent Cassel, Mila Kunis y Barbara Hershey en gran forma. También merece una mención especial la magnífica aparición, aunque breve, de Winona Ryder, que interpreta a la antecesora de Nina, quien seguramente pondrá nervioso a más de un espectador.
Ante todo lo dicho, se puede afirmar que El Cisne Negro no es una obra maestra, pero tampoco se puede negar que es una buena película, muy superior a la media de películas estrenadas durante los últimos años y, sin dudas, una de las mejores películas de 2010. Pero, eso sí, Aronofsky no es Roman Polanski.