Desde la creación del universo hasta el fin de los tiempos. Hasta ahora, al igual que la escritura garabateada en las paredes de la pirámide de Qaholom llena la mente del mago encarcelado, mis pensamientos retornan, de manera inexorable, a El Árbol de la Vida, a varios días de haberla visto en el cine...
Este año, uno de los caballos de batalla del cine norteamericano ha sido, indudablemente, la comedia. Las hubo de todo tipo, y de muy diversas calidades. No he visto todas, pero solo dos me han parecido de las que valen la pena: Damas en Guerra (Bridesmaids, Paul Feig) y Loco y Estúpido Amor (Crazy, Stupid, Love; Glen Ficarra, John Requa). Estas dos películas resaltan sobre el resto menos por contar con sólidos elencos que por sustentarse sobre sólidas estructuras narrativas, con cierto mimo en la elaboración de personajes y en lo que estos dicen (eso sí, con altibajos)...
Josh (Patrick Wilson) y Renai (Rose Byrne) conforman un matrimonio que, junto a sus tres pequeños hijos, acaban de mudarse, rebosantes de alegría y llenos de esperanza en el futuro, a una hermosa casa de grandes dimensiones con un aún más hermoso jardín, la cual –en la vida real- jamás podrían permitirse un maestro de escuela y su sub-artista esposa. Pero La Noche del Demonio no es la vida real sino una película, y la bucólica escena recien descrita se verá transgredida por una sucesión de hechos aterradores que acosarán a la familia Lambert y obnubilarán sus vidas, tornando así sus amplias sonrisas en aterradoras muecas de espanto y desesperación. Porque La Noche del Demonio, no es una película a secas; es una película de terror (como bien puede adivinarse en tres cuartos de segundo luego de haber leído el título de la misma). Evolucionando por sobre las obviedades y los párrafos que no aportan nada a aquel espectador en potencia, ávido de degustar una buena película de terror, y a modo de favor hacia él afirmaré, a fin de ahorrarle los siguientes párrafos de crítica, que La Noche del Demonio es un decente film de terror (aunque es probable que mis palabras sean totalmente vanas, y el ficticio lector no sea tal y haya hecho girar la rueda central del mouse a toda velocidad para ver cuántas butacas le concedo al film obviando la totalidad de mis palabras). Pero “decente” para una película de terror, a esta altura del partido, es una calificación holgadamente superior al 83% de la totalidad de películas de terror que se estrenan cada año. Lo que, sin dudas, es una buena noticia. Buena noticia para mí, para los amantes del terror, para el “lector” que no me lee, para los productores –dada la jugosa taquilla cosechada en las boleterías de los Estados Unidos- y, sobre todo, para James Wan, su director. Wan, también director de la buena El Juego del Miedo, la correcta Dead Silence, y la nociva Sentencia de Muerte, realiza en La Noche del Demonio su mejor labor tras las cámaras, y casi, su mejor película. Desde la magnífica secuencia de títulos se percibe el mimo con el que Wan ha tratado la ambientación del film, espectral y perturbadora; y la decisión, muy acertada, de colocar al espectador en una correcta sintonía con respecto a aquello que verá, cómo debe disponerse y cómo debe observar aquellos fotogramas que se sucederán ante sus ojos durante algo más de hora y media. Todo en esta película se encuentra al servicio de lograr esa ambientación que mantenga en vilo al espectador y, sin llegar a asustarlo, le genere cierta incomodidad. Queda esto patente en la utilización progresiva de la fotografía yuxtapuesta a la evolución de los núcleos narrativos (luego del primer punto de giro los colores pierden en saturación para acentuar aquello que los personajes experimentan), la aparición en cada plano de tonos fríos y cálidos (a fin remarcar la lucha entre el bien y el mal que se sucede durante todo el film), una utilización constante de elementos propios del cine de terror de la década de 1980, y una correcta utilización de los silencios, golpes de sonido y demás elementos sonoros. Pero James Wan comete un error muy grande que lastra de manera bestial gran parte de lo logrado a través de la tan cuidada ambientación. El error de Wan consiste en colocar escenas cómicas a partir de la hora de película con el fin de, supongo, alivianar la tensión en el espectador, para luego volver al tono terrorífico. El problema de esto no radica en si resultan graciosas o no (lo resultan), sino en que el director genera un corrimiento de género de una manera totalmente abrupta, generando un choque de emociones en el espectador que no terminan de coaccionar. El resultado es similar a lo que podría experimentarse si, cada vez que Michael Mayers atrapara a sus víctimas, se quitara la máscara y le sacara la lengua y se pusiera a hacerle morisquetas con el rostro al asustado adolescente/nerd fofo/mal padre/prostituta/personaje prescindible de turno. En el plano actoral la película raya a buen nivel, con una siempre elegante Rose Byrne, un correcto Patrick Wilson, una versión contenida de Barbara Hershey, Lin Hay (uno de los elementos propios de las películas de terror de los ’80 que mencioné antes) y una extraña versión de Alejandro Apo interpretada por Angus Sampson. Recapitulando, La Noche del Demonio es una buena película de terror, con algunos errores muy grandes y totalmente innecesarios que terminan por restarle grandes enteros a la película, la cual, aunque en los tramos finales vuelve a ser lo que era en el comienzo y nos regala un buen clímax, no logra despojarse del mal ya hecho; estigma que permanecerá en la mente del espectador una vez abandone la sala del cine. Sin dudas una demostración de, aunque realice películas de calidad decente-buena, James Wan aún está verde para manejar determinados elementos propios de lo audiovisual y, sobre todo, que no es Sam Raimi.
Como bien afirma Bordwell en su libro “El significado de la Forma Fílmica”, muchas veces las valoraciones de las obras de arte son analizadas de una manera totalmente subjetiva, al menos por la gran mayoría de la gente que solo busca un divertimento que lo aleje de la realidad durante tiempo cercano a las dos horas, y también por la mayoría de las revistas populares, las cuales -prosigue Bordwell- solo pretenden hacerle saber al lector si merece la pena acudir al cine a ver esa película o al teatro a ver determinada obra. Pues también, a lo anteriormente mencionado, me parece válido agregar dos conceptos íntimamente ligados entre sí y también entrelazados rotundamente con el propio cine: la expectativa y la predisposición. Como bien ha de saber aquel quien lea esta crítica, la expectativa por determinado evento tiende a maximizar el estado de anhelo que se genera en la persona; así como logra que uno acuda desesperado a la sala más cercana, también obra como arma de doble filo, dado que un espectador que no ha sido saciado por aquello que tanto esperó y deseó se verá doblemente decepcionado y alentará a todos aquellos que conozca a que eviten la experiencia, quizás traumática, que él vivió. Así, numerosas películas que en sí no prometían más de lo que ofrecían se han visto cruelmente mancilladas por malas maniobras de marketing (un claro ejemplo de esto es La Dama en el Agua (The Lady in the Water, 2006) la cual se promocionó en la Argentina como un film de horror). ¿Pero qué sucede cuando la expectativa confluye, en el espectador en potencia, junto a la predisposición? Sin lugar a dudas, ambos factores beneficiarán a la película y los errores le serán fácilmente perdonados o, en casos más acusados que leves, le serán totalmente obviados. Ahora bien, luego de esta gigantesca introducción, aunque necesaria y, espero, no del todo aburrida, toca hablar de El Cisne Negro (Black Swan, 2010) y de su director Darren Aronofsky, quien sin lugar a dudas es uno de los factores más importantes a la hora de analizar dicha película, no solo por su indudable labor tras las cámaras, sino principalmente por aunar los dos conceptos anteriormente mencionados. El Cisne Negro, como muchas de las películas de directores llamados “de culto”, ya era definida como buena, maravillosa y única incluso antes de ser vista por alguien que no sea integrante del equipo técnico o de producción del film. Y no es que esto sea algo malo necesariamente, y no lo recalco como cosa semejante ya que sin duda el film tendrá sus detractores (como todo), pero sí que dificulta el mero hecho de puntuar la película, de darle una nota justa y apropiada que no sea necesariamente la de “Obra Maestra” como ha sido la norma general. Y no hago esto para pretender desligarme del resto de la crítica, ni para mostrarme como un analista agudo, sino para acallar mis pasiones, para ser lo más fiel posible conmigo mismo y, a la vez, para ser fiel con aquellos que hayan optado por leer esta crítica. Pero antes de profundizar totalmente en la película, es necesario contar de qué trata, narrativamente hablando. Nina (Natalie Portman), una joven, pura y angelical bailarina, aspira a obtener el papel principal en la obra “El Lago de los Cisnes”. Dicho papel necesita que aquella bailarina que lo encarne esté dotada tanto de la pureza necesaria para interpretar al cisne blanco como de la oscuridad propia del cisne negro. La naturaleza intrínseca del papel arrastrará a Nina por un camino que le es desconocido, el de descubrir y ensalzarse en su propia oscuridad interior, a la vez que lucha contra las presiones de una madre sobreprotectora, el “indecente” director de la obra, y su extraña amistad con una misteriosa compañera de reparto, Lily. Por lo que se puede apreciar en tal sinopsis, la trama se encuentra íntimamente ligada a la propia de El Lago de los Cisnes, pero con un cambio de contexto temporal y social (el relato se centra principalmente en ese camino de autodestrucción que es tan común en la gente famosa de hoy en día y, la vez, muestra el terrible paso que supone el abandono de ese mundo idílico que es la niñez, para enfrentar la desazón de la adultez) y un corrimiento narratológico hacia el suspenso psicológico (que no terror), que su director ha optado por imprimirle a la película. A Darren Aronofsky le hallamos entre sus mayores logros el haber realizado Requiem por un Sueño (Requiem for a Dream, 2000) y La Fuente de la Vida (The Fountain, 2006), entre otros films (sin nombrar su logro más importante, el haber salido casi diez años con Rachel Weisz). Y en todos ellos, cada uno de mayor o menor calidad, ha demostrado un pulso maravilloso a la hora de rodar escenas que abarcan casi todos los matices del espectro, ya sea mostrando el dolor que las adicciones provocan en las personas, la impotencia de un luchador antaño afamado, ahora olvidado, o simplemente mostrando a un Hugh Jackman devenido en Buda que flota frente a un aborigen centroamericano. Pero también en todas sus películas ha pecado de exagerar, en menor o mayor medida, prácticamente todos los elementos con los que trabaja, lo que termina varias veces por sacar al espectador de lo que está viendo, en lugar de inmiscuirlo totalmente. O lo que es lo mismo, el señor Aronofsky es terriblemente desmedido. En El Cisne Negro esto también se aplica y puede percibirse en la manera en que cuenta una historia bastante sencilla, y ya conocida por todos, e intenta complejizarla de una manera tal que falla en varios de sus intentos a la hora de despertar tal o cual emoción en el espectador, dado lo artificial y forzado que resulta en determinados momentos. Como también Aronofsky, en ocasiones, pareciera quedarse sin ideas, gira en círculos sobre un mismo evento, solo que potenciándolo cada vez. Pero uno no es tonto, sabe que está viendo lo mismo que vio escenas atrás (no doy ejemplos concretos para no destripar la película), lo que hace que el ritmo se vea gravemente perjudicado. De todas formas, esto no supone que el ritmo en sí sea malo, es más, es superior a la media, pero esos momentos terminan por privar al film de la excelencia en ese apartado. Una pena. En el aspecto técnico se percibe que la película ha sido realizada con mimo en prácticamente todos los apartados, por lo que el espectador se verá deslumbrado ante el gran trabajo de vestuario y maquillaje, como también en los planos artísticos y de puesta en escena, cada uno de los cuales muestra un fuerte enlace con el argumento de la película, logrando de esta manera un clímax increíble, no solo a nivel dramático, sino también técnico, con todos los elementos que muestran lo mejor de sí al mismo tiempo. Lo mismo podemos decir del apartado sonoro y las maravillosas composiciones de Clint Mansell, quien en esta ocasión (como en todas) ha mostrado que su música no solo se ajusta perfectamente a lo que sucede en pantalla, sino que también permanecerá en la cabeza del espectador durante varios días. Es en la fotografía donde es posible hallar uno de los puntos más flojos del apartado técnico del film. Si bien cuenta con gran cantidad de encuadres de excelente composición de los elementos en cuadro, no se puede decir lo mismo de la puesta lumínica de cada uno, simplista en la mayoría, que permanece solo en la exposición correcta de lo que se ve, sin arriesgar prácticamente nada. Y es necesario recalcar esta falta de “agallas” de Libatique, su director de fotografía, porque al ver el maravilloso trabajo que realiza en la primer escena, y sobre todo, en la secuencia que muestra la obra de teatro, sin dudas, uno se queda con las ganas de poder obtener un nivel semejante en la mayoría del metraje (y no me refiero a la pomposidad o majestuosidad de esas escenas, sino a que también es posible mostrar lo no-bello, de maneras harto elaboradas). Por último, toca hablar del apartado interpretativo, el cual, sin lugar a dudas, es lo mejor de la película. Natalie Portman no solo realiza la mejor interpretación de su carrera, sino que también borda la que podría llegar a ser la mejor actuación femenina en lo que llevamos de este siglo XXI. El reparto, como en todas las películas de Aronofsky, no desmerece en absoluto, ya que es posible encontrar a Vincent Cassel, Mila Kunis y Barbara Hershey en gran forma. También merece una mención especial la magnífica aparición, aunque breve, de Winona Ryder, que interpreta a la antecesora de Nina, quien seguramente pondrá nervioso a más de un espectador. Ante todo lo dicho, se puede afirmar que El Cisne Negro no es una obra maestra, pero tampoco se puede negar que es una buena película, muy superior a la media de películas estrenadas durante los últimos años y, sin dudas, una de las mejores películas de 2010. Pero, eso sí, Aronofsky no es Roman Polanski.
Los Viajes de Gulliver (Gulliver’s Travells, 2010) es una nueva puesta al día cinematográfica de la imperecedera novela del británico Jonathan Swift. Esta nueva versión, dirigida por Rob Letterman (Monstruos vs Aliens, El espanta tiburones), nos narra la historia de un Lemuel Gulliver (Jack Black) del siglo XXI. Gulliver es jefe de la sala de correos de un periódico neoyorkino, y sus días se suceden entre una importante carencia de ambiciones y una absoluta timidez para con su compañera de trabajo, Darcy Silverman (Amanda Peet), de quien se halla perdidamente enamorado. Pero un día todo en la vida de Gulliver se trastoca. Su nuevo empleado, con solo un día de antigüedad es ascendido y los roles de ambos se invierten. Ante esta nueva situación, busca con urgencia replantear su vida, acto que lo lleva a un desesperado acto de cortejo en el que simula ser un importante viajero con el sueño de convertirse en escritor, hecho que lo lleva a El triángulo de las bermudas a investigar las recientes desapariciones de barcos. En dicha travesía, una feroz tormenta lo arrastra al pequeño e inverosímil pueblo de Liliput. La película, como la mayoría de la última hornada comedias hollywodenses, cuenta con un altísimo presupuesto y una gran puesta en escena, siendo la tromba marina y la llegada de Gulliver al pueblo de Lilliput los momentos en que dicha afirmación se percibe con mayor claridad. Por otra parte, el trabajo tras las cámaras de Letterman puede tildarse simplemente de “correcto”, ya que el realizador no hace alardes de calidad técnica en ningún momento del film, limitándose a los encuadres más tradicionales y, en su mayoría, a los planos fijos. Habiendo afirmado que el apartado técnico de la película no trasciende pero tampoco desmerece, es preciso referirse a la propia narrativa de la misma. Y es precisamente el guión el aspecto más irregular de todos, y este es un hecho prácticamente intolerable, dado que tenía como base el escrito de Swift. El problema, como se puede adivinar, no es de estructura (aunque la película solo abarque una pequeña porción del libro), sino que radica en los diálogos, los cuales suponen una sucesión de frases incoherentes en la búsqueda del chiste fácil, y solo unos pocos conseguirán arrancarle la sonrisa al espectador quien, de todas formas, terminará saturado. No es exagerada la metáfora de expresar al guión como una ametralladora que no cesa de disparar, pero aun así sus proyectiles no ocasionan daño alguno, puesto que son de salva. Los Viajes de Gulliver es una película prescindible, de la cual el espectador la olvidará pronto al salir de la sala. Pero a su vez, no es imposible de ver, y hasta quizás, mantenga a más de uno entretenido durante un rato. Film errático durante la mayor parte del metraje, a la cual unas pocas escenas propias bien resueltas (el rescate del castillo de Lilliput envuelto en llamas) ni el soberano esfuerzo de Jason Segel, ni el hiper histriónico humor de Jack Black consiguen salvarla. Y es una pena, sobre todo para este último, a quien una buena comedia le habría dado un respiro luego de la enorme decepción que supuso Año Uno (Year One, 2009) -la cual, de paso, es inferior a esta- .