Magnífica obsesión
Natalie Portman es una bailarina clásica en una encrucijada tan sórdida como encantadora.
Quiero ser perfecta”. Esas tres palabras definen a Nina y, dichas a poco de comenzar la proyección, desnudan todo lo que importa y vaya a suceder en la nueva película de Darren Aronofsky, que se ha vuelto más preciosista y autoindulgente que en su época de Pi o Réquiem para un sueño .
A El cisne negro se la aplaude por develar la hipocresía y la competencia desleal en el mundo del ballet, pero también es una película que aborda el archiempleado tema del doble, la paranoia y la presión que ejerce una madre sobre su hija para que triunfe allí donde ella no pudo hacer carrera. En el combo también entra el despertar sexual.
Nina está ante la oportunidad de su vida. El protagónico de El lago de los cisnes está vacante ya que la estrella de la compañía donde se desempeña (Winona Ryder) está pronta a ser jubilada por el coreógrafo y estrella del ballet (Vincent Cassel). Nina baila realmente bien, su técnica es irreprochable. Y es “casi” perfecta, pero le falta la vitalidad, el aire de ser libre que conlleva el cisne negro, la hermana del blanco que es todo delicadeza. Nina no tiene maldad, es prácticamente pura.
Y para adueñarse del doble rol en el ballet de Chaikovski tiene que mostrar otra cara, la más oscura. El coreógrafo (y con él, Aronofsky) es explícito al preguntarle al partenaire de Nina si le excitaría acostarse con ella. La respuesta de ambos es no.
El cisne negro es un filme que va creando y sumando capas de interés, de agobio y de encierro, de locura. El leitmotiv es el temor al fracaso, a no ser lo que uno ambiciona, a encontrar en sí mismo los límites de la creatividad. Y hasta qué punto uno puede llegar a obsesionarse por algo o alguien.
En esos términos, El cisne negro se toca, sí, con aquellas dos primera obras de Aronofsky, cuando su cine era más visceral, cruel y despojado de artificios. Y el director de El luchador vuelve a enfrentar a su protagonista con un sueño, un deseo, planteándolo casi como una necesidad vital. Si Randy (Mickey Rourke) no podía con su vida para volver a ser lo que era, Nina está en una etapa anterior de obnubilación.
Aquí el tema del doble es central. Nina se ve a sí misma en la calle, en el subte. Y su transformación en el cisne negro la lleva literalmente en la piel. También lo es la relación con su madre (Barbara Hershey), que la abruma y fastidia, en la que no se quiere reconocer. Y con Lily, la bailarina llegada de San Francisco que parece, sí, perfecta para el cisne negro, por quien Nina siente rechazo y atracción en dimensiones parecidas.
Qué es realidad y qué ingresa en el terreno de la imaginación es algo que el espectador deberá resolver acurrucado en su butaca. Aronofsky es más claro que lo que aparenta, y en eso también se diferencia de Pi . Algunos ven en el filme un costado de horror. Si es entendido como angustia y no atrocidad, bienvenido sea el término.
La construcción del filme es soberbia. No hablamos del guión, sino de los aspectos artísticos. Al contraponer bondad y maldad como blanco y negro, los rubros visuales -vestuario, dirección de arte, la iluminación de Matthew Libatique (habitual director de fotografía de Aronofsky)- acaparan la atención, tanto como Natalie Portman, entregada a una pasión interna en un filme atrapantemente sórdido y encantador.