El lado oscuro del corazón
El debate es interminable. Que la película es esto, que Aronofsky es lo otro. Que Polanski esto, que Cronenberg lo otro, etc. etc. Pero algo es indiscutible, y es que El cisne negro genera sensaciones fuertes en el espectador, ya sea un amor desbordante o un odio furioso (algunos críticos importantes la calificaron con un 0). El film cumplió su objetivo: el de tener a todos hablando. Intentaré poner un poco de paños fríos a la contienda, pero algo es claro en este asunto, y es que sólo las obras hechas con mucha pasión por lo que se está contando pueden generar semejantes reacciones de amor/odio.
Ahora bien, si me preguntan a mí qué es El cisne negro, la respuesta es simple: se trata del trash en su máxima expresión, y no lo digo como algo negativo sino todo lo contrario. Si se hubiera hecho en los noventa, no tengo dudas de que la dupla Paul Verhoeven/Joe Eszterhas la hubiera filmado y una joven Sharon Stone la hubiera protagonizado. El tema es que estamos en el siglo XXI y la película es de Darren Aronofsky, aquel que tanta controversia generó con la abominable Réquiem por un sueño (el peor comercial antidrogas que vi en mi vida), con las rayadas Pi y La fuente de la vida, y quien se encargó de devolverle el estrellato a Mickey Rourke en El luchador. Su cine no es el de las segundas lecturas ni los tonos grises, más bien es el de la provocación y el dolor en su faceta más carnal. Es que los cuerpos y su gradual descomposición a lo largo del tiempo son los temas de cabecera del realizador, y cada una de sus películas se ha encargado de retratarlos de la forma más dolorosa y visceral posible. Sabiendo esto, ¿qué mejor película para él que la historia de una bailarina de ballet clásico que decide sacrificar su cuerpo y su sanidad mental en pos de lograr la perfección artística?
En una entrevista que leí cuando presentó la película en el festival de Toronto el año pasado, Aronofsky manifestó que veía a El cisne negro y El luchador como películas complementarias, y que esperaba que en un futuro pudiera realizar una doble función con ambas proyectadas una atrás de la otra. Es cierto, hay similitudes entre las dos, ambas tienen protagonistas que deciden alcanzar la perfección en sus respectivas artes, y deciden finalmente realizar el sacrificio definitivo sin importar sus consecuencias, ya sean físicas o mentales. Pero mientras que en El luchador Aronofsky optaba por la solemnidad y el tono depresivo para narrar el ascenso y (sobre todo) caída de su Randy “The Ram” Robinson, en Black Swan se va al terreno del terror en su vertiente más grandilocuente y pesadillesca, desde el juego de dualidad propio de Brian De Palma hasta el erotismo latente de Lynch, Polanski y el ya citado Verhoeven.
Por eso la cámara en mano sigue constantemente la espalda de Nina Sayers, la envuelve en ambientes extremos (espejos por todos lados, corredores interminables, boliches con música tecno infernal), la coloca en un laberinto mental del cual jamás podrá escapar si es que no se deja llevar por sus impulsos primarios. Es que además de ser una historia de sacrificio y locura, El cisne negro es el cuento de una nena de mamá que de a poco empieza a descubrir lo que es su cuerpo y su instinto le pide a gritos que se suelte de una buena vez. Ese despertar sexual de Nina es el que la despojará de ese mundo color rosa y lleno de peluches al que fue llevada por su madre hasta liberarla definitivamente. Pedirle a Aronofsky que filme todo esto con la sobriedad de un Clint Eastwood es inútil, sólo hay que dejarse llevar por el ballet endemoniado que tanto el director como la protagonista nos proponen.
Toda perfección se consigue siempre y cuando uno deje entrar la oscuridad en su interior, parece decirnos Aronofsky. Y allí estará Natalie Portman, el conejillo de indias de este científico loco, para padecer los macabros experimentos de su creador. Se lo podrá discutir, hasta repudiar por tal extremismo, pero algo es seguro: nadie va a poder ignorar a El cisne negro. Y con la mediocridad que reina hoy día, eso es todo un logro.