DONDE MUEREN LAS PELÍCULAS
El cisne negro narra la historia de una bailarina y su obsesión con la perfección. El film es un poco sutil y nada profundo ejercicio de crueldad con el cual su director, Darren Aronofsky, pretende amedrentar al espectador, haciéndole creer que a mayor sufrimiento, más arte. Los premios obtenidos y la fervorosa adhesión de muchos espectadores confirman que su fórmula funcionó una vez más.
El cisne negro es una de esas películas que generan un culto fervoroso a su alrededor. Y si bien hay opiniones a favor y en contra de casi todo lo que se estrena a lo largo y ancho del planeta, algunos film adquieren, debido al fervor poco tolerante de sus admiradores, un cierto aura de intocables. Con demasiada facilidad se le ha colocado la palabra arte pegada a cada mención que se hace del film. Analizar y criticarlo no es, que quede claro, un ataque a sus admiradores ni a quienes lo hayan disfrutado.
Estoy convencido de que hay que ponerle un límite al sufrimiento gratuito en el cine. Los espectadores ya no pueden someterse mansamente a la experiencia masoquista de ser maltratados por una película. Una obra lúcida y amarga no implica que deba ser cruel y sádica con los espectadores. Con ello no quiero decir tampoco que el final feliz deba ser obligatorio así como tampoco el optimismo en donde no corresponde. Que los espectadores salgan del cine habiendo pasado un mal momento no es una buena señal, no significa necesariamente que han atravesado una experiencia cinematográfica profunda. El problema de films como El cisne negro -y podría citar muchos otros- es que venden su sadismo como arte. Y ahí está el origen del error. Una obra ampulosa, pretenciosa, que mediante escenas sórdidas o terribles reclama a los cuatro vientos que se la califique como obra artística. Claro que se podrá discutir cada caso en particular, pero El cisne negro es una película bastante vulnerable en ese aspecto. Es tan obvia, torpe y posee tan poco vuelo, que se presenta como el caso ideal para exponer las limitaciones de su propuesta y la utilización irresponsable del sadismo para obtener el respeto de críticos y espectadores.
Hay muchas películas disponibles en el cine actual, muchas más que antes. Y en esta situación de sobreoferta, algunas gritan desesperadamente por prestigio, se autodenominan artísticas y se colocan en primera fila pidiendo ser tomadas como obras de arte. Hollywood, que tanto placer le ha dado al mundo con grandes films, no deja de sentir cierta culpa y de creer que una película ligera y luminosa jamás podrá convertirse en una obra de arte. Desde Europa se cierne sobre Hollywood este complejo de inferioridad absurdo que desemboca en que Estados Unidos haga films que pretenden imitar el arte europeo dejando de lado la capacidad de metáfora, sutileza y belleza que caracterizó desde siempre al cine norteamericano. Se entregan al desastre de entender mal el buen cine europeo y sólo copian del mismo un elemento: el maltrato y la crueldad hacia el espectador.
Darren Aronofsky plantea una combinación de elementos. Por un lado un realismo de cámara en mano y coqueteos con la estética del cinema verité y por el otro un artificio kitsch –no es raro reírse frente las escenas finales– al que se siente habilitado por el universo del ballet en el cual transcurre su película. Dejando de lado las citas a otras películas y las similitudes con grandes films de la historia del cine, El cisne negro no puede avanzar sino a través de golpes de efecto. Ingredientes para impactar a la platea, elementos vacíos que apuntan a distraer al espectador del centro del problema. Y el problema es que la película carece de cualquier profundidad y de cualquier elemento que pueda otorgarle complejidad. Su discurso y su narración son de una obviedad insólita. El guión, anunciado y previsible, no funciona como prefacio de una tragedia, sino como un tortuoso camino hacia una moraleja tan pequeña y pueril que no puede justificar una película adulta. En el medio, el espectador recibe gratuitas dosis de escenas desagradables, momentos que intentan retratar la caída en la locura de la protagonista, pero que no son otra cosa que un manejo irresponsable del tema, tanto por su retrato de la patología como por el tratamiento cinematográfico, que sin estar atado a ningún verosímil, resulta igualmente arbitrario. Mención aparte merece la actuación de Natalie Portman, víctima de los mismos males del film. Si alguna vez la actriz tuvo encanto y talento, lo desperdicia todo aquí con una serie interminable de llantos y una sobreactuación que la sitúa al borde de la peor actuación de su carrera. Pero de la misma forma que el director grita a los cuatro vientos que es un artista, la actriz grita a los cuatro vientos que quiere recibir un premio por su esfuerzo. El único premio que El cisne negro merece es para los espectadores que la toleraron, quienes deberían, de una vez y para siempre, ponerse de pie y no permitir más el maltrato cruel de este tipo de propuestas sádicas que, aunque se disfracen de seda, no pueden ocultar sus serias carencias.