El Premio Nobel en un pueblo perdido.
La conocida soltura de Oscar Martínez le da peso específico a un personaje con el que cuesta sentir empatía, en un film que tiene su mejor funcionamiento en la primera parte antes de perder el mejor humor y caer en la misantropía.
Aquello que Borges nunca tuvo lo tiene Daniel Mantovani: un Nobel de Literatura. Eso imaginan Mariano Cohn y Gastón Duprat –junto al guionista y hermano de Gastón, Andrés Duprat– como punto de partida para El ciudadano ilustre, cuarto largometraje de ficción de la dupla de realizadores que, por estos días, compite en la selección oficial del Festival de Venecia. En una introducción previa a los cinco capítulos que dividen la trama, el célebre y comercialmente exitoso literato (interpretado con usual soltura y circunspección por Oscar Martínez) acepta el galardón con un discurso absolutamente imprevisible y provocador, escena que anticipa algunas de las virtudes de la película. Creído de sí mismo, egocéntrico a pesar de sus aires de desprejuicio personal y con una agenda de actividades digna de un primer mandatario, Mantovani es una nueva versión (o un alter ego inter-ficcional) del protagonista de El hombre de al lado, el diseñador interpretado por Rafael Spregelburd que veía cómo su vida cotidiana comenzaba a trastocarse luego de la aparición de un nuevo vecino.
No hay moradores colindantes en este nuevo relato (Mantovani vive en una casa-biblioteca elevada y aislada del resto del mundo), pero sí una población entera que, de golpe y porrazo, vuelve a encontrarse con su hijo dilecto, con el embajador cultural y orgullo de ese pedazo de tierra. Luego de un par de breves escenas en Barcelona, llega la invitación a visitar el terruño, un pueblito bonaerense llamado Salas al cual el escritor no ha regresado desde que decidió autoexiliarse, hace ya unas cuatro décadas. “Mis personajes no pueden salir de Salas y yo no puedo volver”, afirma el autor, cuya obra parece girar obsesivamente alrededor de ese lugar, sus habitantes y costumbres. Es entonces que el punto de conflicto del film se hace diáfano, luego de aceptar el convite para ser reconocido por sus coterráneos como ciudadano de honor: el contraste entre cosmopolitismo y vida pueblerina, la sofisticación versus la rusticidad, la recreación literaria de Salas en contraste con las realidades de la vida en el lugar.
En viaje rutero a bordo de un auto raído y acompañado de un particular remisero, la necesidad hará que algunas páginas de su último libro terminen sirviendo para hacer una fogata o limpiar el culo del chofer ante una urgencia fisiológica. Metáfora algo burda (y cursi, como afirma el propio Mantovani) que ilustra a la perfección lo mejor que el film tiene para ofrecer durante su primera mitad: un humor directo que apela al gag y a la comedia de situaciones sin miedo a las incorrecciones políticas. Como solía ocurrir en algunos exponentes de la comedia italiana clásica más ácida, la mirada sobre la población local no deja títere con cabeza: detrás de una superficie campechana, el intendente encarna al perfecto oportunista; uno de los potentados del pueblo resulta ser un matón de cuarta; su viejo amigo de la escuela (Dady Brieva) parece haber potenciado sólo sus zonas erróneas; el que no resulta algo corto de entendederas es un pesado y el que no peca de cholulo se pasa de insufrible. Sólo el botones del hotel, que no casualmente parece querer seguir el mismo camino de su ídolo, y una ex novia de juventud (Andrea Frigerio) aparentan tener algo parecido a esa cualidad tan humana llamada empatía.
Durante la primera mitad de El ciudadano ilustre, los realizadores enfrentan esa descripción corrosiva a un antihéroe del cual no resulta fácil hacerse amigo: Mantovani posee varias de las características irritantes del divo y la película pone en discusión la idea de que, en el fondo, lo suyo puede no ser otra cosa que la explotación artística de un pueblo perdido en algún lugar del Sur desde la mirada paternalista del europeo. Ese choque entre la mirada del visitante hacia sus paisanos y el paulatino desencanto de estos últimos con el homenajeado es lo que hace latir los primeros tramos de la historia con un humor aceitado. Pero todo se desbarranca a partir del momento en el que el film decide adoptar la visión (ética, moral e incluso estética) del escritor y acompañarlo en lo que, a partir de allí, serán sus desventuras y su calvario. No ayuda, precisamente, el estilo llano y poco imaginativo de la puesta en escena, absolutamente entregada a la ilustración de las ideas, situaciones y diálogos del guión. La acidez decanta en grotesco, la ironía en misantropía pura y dura y –a medida que el humor desaparece y le cede el lugar a la grosería– los dardos se transforman en dagas traicioneras, rematadas por un cierre tan chapucero como las pinturas amateurs que Mantovani decide juzgar con sensata severidad.