Esta nueva comedia negra de los creadores de “El hombre de al lado” narra el viaje de un prestigioso escritor ganador del Premio Nobel de regreso a su pueblo en la provincia de Buenos Aires, donde lo esperan incómodas sorpresas. Oscar Martínez se luce en una película en la que la misantropía le gana al humor.
Las comedias de Mariano Cohn y Gastón Duprat son indudablemente oscuras. Pero no necesariamente por el lado que los realizadores imaginan –la violencia que parece motorizar cada situación cómica– sino por la visión que envuelve a los personajes que las habitan. Las criaturas de sus películas, y en especial las de EL CIUDADANO ILUSTRE, son seres bastante despreciables, por uno u otro motivo. Y esa cualidad –intrínseca al género humano según esta misantrópica visión del mundo– no puede hacer más que enfrentarlos en combates que difícilmente tengan final feliz. Ese sesgo nihilista, perverso pero obtuso, sin matices, tiñe toda su obra y la vuelve tan incómoda como esquemática, tan molesta como finalmente previsible.
EL CIUDADANO ILUSTRE tiene mucho de EL ARTISTA y de EL HOMBRE DE AL LADO, al punto que podría verse casi como una combinación entre ambas películas. De la primera tiene la descripción sombría del mundo de la creación y los creadores, gente inteligente pero también pedante, insoportable y snob. De la segunda tiene eso también (representado allí en el personaje de Rafael Spregelburd) pero sumado al choque cultural que se produce cuando un miembro de la élite intelectual se topa con, digamos, un argentino de medio pelo, un provinciano inculto y agresivo (allí, Daniel Aráoz).
En el nuevo filme, que está en competencia en Venecia, el artista pedante es el escritor Daniel Mantovani (un muy sólido Oscar Martínez), quien cuando empieza la película gana el premio Nobel y en su discurso de aceptación prácticamente les dice a quienes se lo entregaron que es lo peor que le ha pasado en la vida, que su consagración marca que es un escritor de consenso, que ya no provoca ni produce incomodidad en sus lectores. El premio lo lleva a una crisis literaria por la que está cinco años viviendo en una lujosa casa en Barcelona sin escribir mientras se la pasa rechazando invitaciones a recibir premios en todo el mundo.
Pero, como decían en EL PADRINO, hay una oferta que no puede rechazar. Una invitación, en realidad. Es de su pueblo, Salas, ubicado en el medio de la provincia de Buenos Aires y del que se fue a los 20 años para nunca más volver y que es, según se dice, escenario de toda su literatura. En la mejor parte de la película se lo muestra viniendo al país y trasladándose hasta el pueblo ubicado a unas 6 o 7 horas de la Capital (depende la ruta), en medio de la nada misma. El humor que implementan en esta primera parte funciona, desde la eficacia de los chistes específicos hasta la gracia que causa el choque entre la búsqueda de perfil bajo del escritor con la celebración un poco berreta y pueblerina del intendente y los habitantes de Salas, con desfile, reina de la belleza a mano y todo.
Pero luego la cosa se va oscureciendo con la aparición de una serie de personajes que van tensando más los hilos del choque. Un habitante del pueblo empieza a enrostrarle en la cara y públicamente que en toda su literatura no hizo más que hablar pestes de su pueblo. Su mejor amigo de la adolescencia se ha casado con su novia de entonces (Dady Brieva y Andrea Frigerio) y queda claro de entrada que la situación es incómoda entre los tres, a lo que se suma un elemento más que conviene no revelar aquí pero que ennegrece más la trama.
Los esfuerzos de Daniel por ser más amable y tolerante de lo habitual con sus coterráneos no dan resultados ya que todo parece volverse en contra suyo allí. El pueblo, de a poco, va revelando un costado entre monstruoso y brutal, de pocas luces y tradiciones corruptas, machistas y retrógradas, de las que el hombre trata de escapar otra vez, no siempre lográndolo. Allí la película empieza a perder chispa y lo que el espectador recibe ya es una especie de torrente de comportamientos bestiales ante un escritor que se va volviendo cada vez más víctima de las circunstancias.
Son los habitantes de Salas los que reciben casi toda la ira y veneno del misantrópico texto. Es también ahí donde la película pierde el ritmo y la gracia: la sátira amable de la primera mitad se va volviendo narrativamente confusa (el personaje de Frigerio, que parece ser importante, casi desaparece) y la oscuridad del retrato ahoga cualquier sonrisa. Es igual que esa broma incómoda y agresiva que una vez causa gracia pero a la tercera ya revela de parte del autor algo parecido a la “mala leche”. Tampoco ayuda que, cinematográficamente, la película no sea particularmente agraciada. El timing cómico, heredado de su larga carrera televisiva, es el área que mejor dominan los realizadores. El resto parece escapárseles un poco.
NOTA: Lo que sigue no es estrictamente un SPOILER en un sentido narrativo pero algunos pueden tomarlo como tal, por lo que prefiero avisarlo. Como es algo que puede modificar la lectura del filme creo que es interesante analizarlo, sin revelar los detalles específicos.
Sobre el final del filme, los directores hacen una voltereta, un giro narrativo, que podría poner en un terreno metaficcional todo lo que estuvimos viendo. Este hecho, que hace suponer que las cosas pueden no haber sido tal como las vimos, parece querer endilgar el punto de vista (y la misantropía) del filme al personaje del escritor, como si los autores de la película tomaran cierta distancia de lo visto. Pero el efecto no se consigue: la identificación de la película con el punto de vista del protagonista es tan fuerte que es más un chiste que otra cosa saber quién, finalmente, nos contó el cuento. No hay distancia, no hay diferencia, no hay una nueva lectura para ser hecha de lo visto, más que volver a quitarle a Daniel esa cierta “humanidad” que parecía haber alcanzado a lo largo de la trama. La ficción, sea literaria o cinematográfica, funciona aquí con la misma lógica. Y endilgarle su malicia al “autor” dentro de la trama, más que una vuelta de tuerca, se parece a un acto de cobardía intelectual.