Civilización y barbarie
Mariano Cohn y Gastón Duprat vuelven con El ciudadano ilustre al terreno conocido de El hombre de al lado: cinismo, humor y misantropía.
Después de la enigmática y en cierta medida desconcertante Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, Mariano Cohn y Gastón Duprat vuelven al terreno seguro y efectivo de El hombre de al lado, su película más exitosa. El tema es el choque entre el hombre culto y supuestamente civilizado contra aquel que representa el pueblo, lo popular y supuestamente bárbaro.
En el caso de El ciudadano ilustre, el hombre civilizado lo personifica el escritor Daniel Mantovani (Oscar Martínez), ganador del Nobel de Literatura, que vuelve de visita a Salas, su pequeño pueblo natal, después de 40 años de vivir en Europa. El hombre bárbaro que en el caso de El hombre de al lado era Víctor (Daniel Aráoz), acá es todo el pueblo, una especie de Fuenteovejuna que se vuelve en contra de su hijo pródigo.
Pero mientras en la película anterior el chiste pasaba por invertir los roles, por representar al “civilizado” como un tipo muy desagradable y al “bárbaro” como una amenaza que al final no resultaba tal, acá los límites son más difusos y aunque el punto de vista siempre está con Mantovani, el relato va empujando nuestras simpatías de un lado al otro.
El punto fuerte, como siempre, es el guión mordaz y preciso de Andrés Duprat que en este caso empieza con un monólogo potente de Martínez en la escena en la que acepta el premio Nobel. Para sorpresa de los presentes -entre ellos, los reyes de Suecia-, Mantovani se lamenta por el lauro, porque dice que significa que su arte es cómodo, que ya forma parte del establishment. En unas pocas líneas y gracias no sólo al texto de Duprat sino también al gran trabajo de Martínez -que brilla también cuando toca cuerdas más humorísticas- se construye el carácter de Mantovani: un presuntuoso autoconsciente, incómodo con su prestigio, un cliché que sabe que lo es. Bastante más complejo que su par de El hombre de al lado: el Leonardo de Rafael Spregelburd era directamente un esnob y mal tipo.
En contraposición, sus oponentes también adquieren complejidad. Mas allá de que en más de una oportunidad la película cae en la tentación de hacer humor con la rusticidad de los habitantes de Salas -un humor que, de todas maneras, es muy efectivo-, en algunos momentos clave los personajes logran poner en evidencia a Mantovani, lo desnudan ante el mundo y ante sí mismo. En particular Florencio Romero (Marcelo D'Andrea), esa especie de gangster de pueblo chico que exige que su cuadro sea finalista en el concurso del que Mantovani es jurado.
Pero aunque la cosa tenga sus matices, es conveniente que no nos hagamos los giles. El ciudadano ilustre es, en definitiva, una película misántropa y cínica como suele ser el cine de Cohn y Duprat. Y aunque al intendente del pueblo (Manuel Vicente), flanqueado por sendos retratos de Perón y Evita, al final se le perdone un poco la vida, la mirada de la película está del lado de Mantovani. Puede que no sea apropiado referirse a cuestiones extracinematográficas, pero es tentador pensar que la elección de Martínez y de Dady Brieva (su némesis pueblerina) tiene algo que ver con la identidad política de cada uno y que El ciudadano ilustre es una muy vivaracha relectura de todas las tensiones políticas que atraviesan la Argentina y que se pueden englobar en la muy elocuente y sintética de civilización o barbarie.