Premiados insensibles. En algún momento de su película, Gastón Duprat (1969, Bahía Blanca) y Mariano Cohn (1975, Villa Ballester, San Martín, Gran Buenos Aires) –autores también del guión junto a Andrés Duprat, hermano del primero y actual director del Museo Nacional de Bellas Artes de la capital argentina– le hacen aclarar a su protagonista que los personajes de un artista no necesariamente reflejan lo que ese artista piensa. Sin embargo, es curioso cómo la actitud de superioridad del escritor de ficción Daniel Mantovani es similar a la de los realizadores, reconocidos y premiados (volvieron hace unos días del Festival de Venecia con la Copa Volpi obtenida por su protagonista Oscar Martínez) pero poco proclives a analizar con sensibilidad y lucidez la realidad que los circunda.
Impulsores de iniciativas originales en TV, cuando incursionan en cine (El hombre de al lado, Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo) recurren a gestos propios de cierta televisión también: simplismos, porteñismo, burlas disparadas con inmadurez, desdén sobre personajes y situaciones que merecerían ser abordados con mayor profundidad. Ese espíritu, que remite a programas como CQC, asoma nuevamente en este film sin alma, sostenido en las módicas sorpresas que depara su guión y su visión –más previsible que descarnada– de ciertos vicios de la Argentina.
El mencionado Mantovani es el ciudadano ilustre del título, escritor célebre que viaja de España a un pueblo de la provincia de Buenos Aires donde vivió sus años de infancia y adolescencia, para ser allí centro de sencillos homenajes. Individualista e impaciente, se enfrentará a viejos conocidos y pueblerinos fastidiosos, lo que da lugar a ironías sobre corrupción, violencia e ingenuidades varias. El afán provocador de Cohn-Duprat no es desdeñable, pero defrauda lo elemental de sus planteos: cuesta admitir la superficialidad de los conceptos que tienen sobre la literatura, la política, la amistad, la educación, la mujer, la Argentina (el regreso del escritor a nuestro país es visto como un riesgo alejado del más mínimo atractivo) e incluso los premios Nobel (egocentrismo, riqueza económica y pocas luces para reflexionar sobre su especialidad son los rasgos que caracterizan a este imaginario Nobel argentino, a años luz de Leloir, Milstein o Pérez Esquivel, que lo fueron de verdad).
Párrafo aparte merecería la mirada sobre la vida cotidiana en el siempre mal llamado interior. Desde ya, no está mal satirizar elementos del conservadurismo y la hipocresía que suelen anidar en los pueblos: el problema está en la forma o, más aún, en el lugar desde el cual Cohn-Duprat los destacan sarcásticamente. Manuel Puig describía el mismo ambiente en Boquitas pintadas (que mereció una recordada versión cinematográfica de Torre Nilsson) sin eludir la idea malsana de círculo cerrado, pero descubriendo, al mismo tiempo, corrientes de afecto sincero, intentando comprender a esos seres anónimos. En documentales como El ambulante (2010, De la Serna-Marcheggiano-Yurcovich) las peculiaridades de la vida pueblerina asomaban naturalmente, dejándole al espectador la posibilidad de opinar sobre ellas, mientras que en El ciudadano ilustre las intenciones aparecen subrayadas: hay que reírse de la modesta escultura tallada en un tronco, del muchachón insistente que invita a comer al escritor, del pibe discapacitado que necesita dinero (por más que haya buenas intenciones en todos los casos). Si alguien tiene talento, como el conserje del hotel, será bendecido con un buen trato; si se es ingenuo o torpe, en cambio, no merece atención. Las referencias burlonas a ciertos estandartes del nacionalismo –incluyendo cuadros de Perón y Evita en la oficina del intendente–, así como la visión desideologizada que ostenta el inconmovible protagonista, reacio a banderías políticas y religiosas, convierte al film en un referente posible de ciertos valores asumidos por el partido gobernante en la Argentina de 2016.
Sobre el final, después de momentos tensos que parecen desprendidos del film de Vinterberg La cacería, se juega con una vuelta de tuerca que no adelantaremos aquí, pero que no parece suficiente para dejar de ver en todo lo visto hasta ese momento una pintura impiadosa de la vida en un pueblo, ícono de la Argentina más que del mundo todo (los males comienzan a ocurrir apenas Mantovani llega a Ezeiza).
El ciudadano ilustre es, al mismo tiempo, sorprendentemente chata: salvo algunos aislados planos fijos casi documentales de gente en las puertas de sus casas, todo el film es de un estilo bastante opaco. En varias secuencias el ritmo se estanca registrando conversaciones sin gracia que duran más de la cuenta y, una vez finalizada la película, quedan en el recuerdo la eficacia de algunos enredos argumentales y poco más: difícil rescatar un primer plano significativo o una resolución perspicaz.
Entre los actores, sólo Manuel Vicente y Andrea Frigerio imponen algo de dignidad a personajes de una pieza. En Antonio, el viejo amigo dudosamente confiable, cuesta no ver a Dady Brieva (a quien le resulta difícil hacer creíble incluso una borrachera), en tanto Oscar Martínez pone su profesionalismo al servicio de otro de sus seres malhumorados para el cine, en este caso un narrador cuyas triviales cavilaciones sobre el arte y el mundo lo muestran más cercano a un mal profesor de escuela secundaria que a un Nobel capaz de volcar la riqueza del universo en las páginas de sus libros.