En este pueblo no hay Nobel que valga
La ovación conquistada nada menos que en el Festival de Venecia puede obedecer a diversas lecturas. A fin de cuentas, la paleta temática que propone “El ciudadano ilustre” es amplia y se ajusta a varios paladares. Pero la sensación, como comentó el jueves pasado Oscar Martínez en una entrevista con LA GACETA, es que la película, incómoda y por momentos áspera, desnuda la naturaleza humana con inteligencia quirúrgica. Esa honestidad intelectual la diferencia del resto.
Estamos en Salas, un pueblito perdido de la Provincia de Buenos Aires al que Daniel Mantovani regresa después de casi 40 años. Ganador del Nobel de Literatura, toda una estrella, Mantovani se ha nutrido de las historias y los personajes de Salas para construir sus ficciones. En cuestión de horas pasará de ciudadano ilustre a enemigo público, porque en Salas el resentimiento flota por cada calle y a Mantovani tienen mucho para cobrarle.
“El ciudadano ilustre” recorre ese muestrario de miserias, motivado en gran parte por el inmovilismo y la frustración que suponen vivir en un lugar en el que nunca pasa nada. Pero también aborda otros tópicos, como la pose del artista y los discursos que deconstruyen la cultura desde la soberbia y la indiferencia. Con semejante carga pudo haber sido una película pretenciosa y engolada, pero Mariano Cohn y Gastón Duprat encontraron el vehículo ideal para descomprimir y humanizar la historia: el humor. Ese código permite disfrutar “El ciudadano ilustre” desde la complicidad y la comprensión.
Las locaciones y la galería de figuras -maravillosos estereotipos- que despliegan Cohn y Duprat resultan un activo clave de “El ciudadano ilustre”. Tanto como su precisión formal y lo bien escritos que están diálogos y situaciones. Claro que hay una pata decisiva en esta mesa tan bien servida: la interpretación de Oscar Martínez, capaz de hacer de Mantovani uno de los mejores personajes de su carrera.