Pueblito de rencores amados
Qué importa saber si lo narrado sucedió. Importa el verosímil, el estar atado a lo que se cuenta. El ciudadano ilustre tiene un momento bisagra, cuando el chofer le pide a Daniel Mantovani (Oscar Martínez), en medio del fogón y la noche, que relate uno de sus cuentos. El plano se sostiene en Martínez, con su voz. Suficiente. Más aún, habrá que pensar en el último plano de la película como reiteración del mismo momento. Para precisar si todo lo visto no forma parte de esta maquinación sin descanso, traumática y perversa, que es la cabeza de este escritor.
Desde la anécdota, Mantovani obtiene el Nobel literario, sufre cinco años de bloqueo creativo, y decide con sorpresa aceptar la invitación de su pueblito natal: Salas (que se dice igual al derecho y al revés, otro indicio para pensar que lo visto no es más que el reverso del plano último).
Pero sea el tiempo narrativo que sea, con la veracidad puesta dentro o fuera de las páginas, lo que seduce, en todo caso, es el laberinto entre autor y personajes. Ya le sucedía a Alain Resnais con Providence, también a Woody Allen con Los secretos de Harry. Más la variación cercana que permite El gran pez, de Tim Burton, pero con la diferencia de que Mantovani no esquiva rencores sobre el pueblito de su infancia, sino que los actualiza. Allí vuelve, como fagocitado por el goce en el displacer.
La manera de buscar justicia (para esto es que a su pueblo viaja) será por mano propia, literaria. Un ajuste de cuentas poético, así como inalcanzable al entendimiento de los sentenciados. Pero el precio a pagar no es menor. El relato aquél con el cual el escritor entretenía la noche y el fuego ya exponía un desdoblamiento, a partir de una mujer amada, con alusión al mito de Caín y Abel. Lo que sigue será su puesta en acto.
La sensación que persiste tras ver El ciudadano ilustre es paranoica, ya que cualquiera puede tener otra cara. El pueblito, por sus horizontes limitados y su actitud reaccionaria. Mantovani, dada su ética cuestionable: él mismo lo da a entender cuando disculpa a Leni Riefenstahl, la cineasta del nacionalsocialismo, al situarla como ejemplo de un arte que no debe explicaciones, a nadie. Al tocar esta tecla, sensible, Cohn y Duprat acentúan un planteo que ya abordaran en El artista y El hombre de al lado: la relación social no es inmune al arte, ni éste a las relaciones. Por muy a salvo que Mantovani se sienta en su isla de libros centenarios, el pasado lo vendrá a buscar. Y tendrá que presentarle batalla.
El resultado es un film encantador, siniestro. Con un Martínez capaz de encarnar el premio y el tedio, la melancolía y el desdén, la altivez y la generosidad. Su mejor espejo, en todo caso, está en el pibe que quiere escribir, cuyas ilusiones exceden lo que le rodea. De un modo borgeano, el escritor viejo y el escritor joven se encuentran. Para que la historia se repita.