Un escritor argentino recibe el Premio Nobel de Literatura. Dice algo terrible entonces. Años más tarde, alejado de la escritura, invitado constantemente por los círculos académicos, recibe una carta chica, manuscrita, que lo invita a volver al pueblo del que se fue a los veinte para declararlo “Ciudadano Ilustre”. Y decide ir, casi de incógnito. El punto de partida le sirve a la sardónica dupla Cohn-Duprat para radiografiar las taras del provincianismo argentino desde un humor a veces cruel pero pocas injusto. La película es un hallazgo de ironía no exento de ternura, con momentos hilarantes. Pero detrás de esta aparente comedia se esconden dos temas: uno, qué nos queda realmente de la memoria, dónde están las emociones reales (vean la pequeña escena de los ancianos que convidan un mate). Otro, qué es realmente una ficción, para qué nos sirve, por qué contamos cosas. El acierto de la película consiste en disolver el concepto de “patria”, o el nacionalismo berreta (ese provincianismo, ni más ni menos) y afirmar el punto de vista individual sobre cada cosa que nos sucede. Los directores aciertan, sobre todo, en la mirada lateral, en documentar aquello que sucede en los márgenes, en el pequeño gesto ridículo que vuelve todo humano, y en evitar lo políticamente correcto. Oscar Martínez entiende bien el juego y se luce, como todo el elenco, con especial atención a la calidez triste que emana Andrea Frigerio.