La nueva película de Mariano Cohn y Gastón Duprat (El hombre de al lado) es una ácida y negra comedia sobre el retorno de un escritor (Oscar Martínez) a su pueblo natal, a cinco años de haber recibido el premio Nobel de Literatura. Dividida en capítulos, la película dedica su primera parte a la observación de la vida pueblerina de Salas, en las antípodas de la sofisticación y cosmopolitismo de Daniel Mantovani, el ciudadano ilustre e hijo pródigo. Todo en Salas es de mal gusto, de una modestia ridícula, pacato, chato y estúpido. Una mirada que lejos de cualquier calidez o afecto, parece derivar del desprecio con el que el autor evocó ese lugar desde las páginas de sus libros. Sólo en los ojos emocionados de Mantovani aparece, por algún instante, algún trazo de sentimiento genuino.
El guión acumula situaciones de gran incomodidad para su protagonista. El padre de un chico minusválido que le pide miles de dólares para comprarle una silla, la señora que le pregunta porqué no escribe cosas lindas, el paseo en camión de bomberos junto a la reina de la belleza. En la incomodidad, claro, hay tensión, y esa tensión va creciendo, a medida que el pueblo que al principio lo recibe como un prócer se va volviendo cada vez más hostil.
Son buenas las observaciones de la vida pública de una celebridad, verdadero imán que atrae a todo tipo de locos, garroneros y pesados. Cualquiera que haya estado cerca de alguna estrella de las artes sabe cuántos aspirantes a escritores, estudiantes de letras o fanáticos perturbados se dedican a la persecución de su presa como si les perteneciera. Pero el Ciudadano Ilustre tampoco destila cariño por su personaje central, un tipo brillante pero solitario y amargado.
Hacia la mitad, la película toma un giro y el pueblo le muestra los dientes al laureado visitante.
Sin embargo, son algo gruesos los trazos con los que se pinta el cambio de humor, hasta la violencia, de los enemigos de Mantovani -un patotero que lo acusa de insultar a Salas desde su obra y Antonio (Dady Brieva), el siniestro amigo de la infancia que se casó con su antigua novia, Irene (Andrea Frigerio). Demasiado violentos y brutales, principalmente el de Brieva, un compendio de lo desagradable y amoral que además tiene su momento Midachi.
Como si tuvieran que engranar en la maquinaria de que nadie es profeta en su tierra. Las envidias, los celos y el resentimiento por el éxito ajeno no admiten sutilezas en esta película que algunos vieron como metáfora de lo peor de la argentinidad y otros, como una mirada muy argentina de vernos a nosotros mismos.