EL HOMBRE DEL OTRO LADO DEL MUNDO
Como en El hombre de al lado, Marino Cohn y Gastón Duprat en El ciudadano ilustre se muestran interesados en esa suerte de choque que se da entre la civilización y la barbarie, o como ellos lo ven entre la sociedad intelectual y moderna y los sectores medios-bajos embrutecidos y conservadores. Si antes la contienda era individual, dos personajes que podían simbolizar un todo, aquí el choque es más abrupto: lo intelectual lo vuelve a representar un hombre, en este caso el escritor Daniel Mantovani (un perfecto Oscar Martínez), pero lo brutal está representado en los habitantes de un pueblo, en un grupo, básicamente en una sociedad que se parece mucho a esa sociedad argentina que habita el interior del país: vida de pueblo, de gente aparentemente bonachona y espíritu amable que esconde bajo la superficie un machismo y una violencia constitutiva. Por lo tanto, El ciudadano ilustre debe ser vista como una sátira virulenta e incómoda sobre el ser nacional.
En el film el protagonista es un escritor argentino que ganó el Premio Nobel y que se encuentra recluido en su hogar de Barcelona tras cinco años sin poder escribir un nuevo libro: precisamente, Mantovani había señalado durante su duro discurso al recibir aquel galardón que para él ese instante sintetizaba su muerte creativa. Lo que logra sacarlo del letargo es, curiosamente, una invitación del intendente de su pueblo natal, que lo convoca para ser nombrado ciudadano ilustre. Para el escritor será no sólo una forma de regresar al terruño tras cuatro décadas de ausencia, sino también para -tal vez- renovar su imaginario: es que su obra está ineludiblemente ligada con los personajes que habitaban su pueblo. A partir de estos elementos, la literatura y la mirada del profesional, la película genera puntos de contacto con otra obra de Cohn y Duprat como El artista. Porque precisamente muchas de las discusiones que se generan entre el protagonista y los habitantes del pueblo tienen que ver con el arte, con la cultura y con una forma de plantarse ante los mismos, sin indulgencias.
Hay en El ciudadano ilustre elementos de lo esperpéntico a lo Luis García Berlanga (con lazos ineludibles hacia ¡Bienvenido, Mister Marshall!) pero también al neorrealismo italiano, especialmente a Los monstruos de Dino Risi (no de gusto el cine nacional heredó tanto de la comedia española e italiana). El arribo de Mantovani al pueblo es una escalada de horrores que pone en evidencia no sólo la chatura del lugar y sus habitantes, sino de lo oprobioso de cierta noción de ser nacional arraigada e instalada culturalmente. Los directores son todo lo virulentos que su mirada suele ser, pero acrecentada por un personaje misántropo y decididamente cínico, al que se agradece que Martínez no construya desde la antipatía patológica sino desde una parquedad no exenta de cierta amabilidad, forzada, pero amabilidad al fin. Durante buena parte de la película, las cosas funcionan porque la comicidad surge genuina, creativa, impiadosa pero divertida, más allá de una puesta en escena que o busca emular la chatura del espacio donde habita la ficción o es decididamente básica. Pero el ridículo constante del que es víctima el protagonista no puede más que invocar la risa del espectador por ser una referencia apreciable (el paseo en autobomba, los concursos de arte entre gente con buenas intenciones pero carente de una sensibilidad artística, el chauvinismo, el oportunismo político), pero también por gozar de un timing preciso: el film de Cohn y Duprat se viste de las ropas del costumbrismo para deconstruirlo y despedazarlo en una operación similar a la de ¡Soy tu aventura! de Néstor Montalbano pero con mala leche.
Y precisamente este elemento es el que termina generando cierta crisis dentro del film, y el que le impide un cierre adecuado o más claro: la mala leche. Porque progresivamente, cuando las cosas se van poniendo más oscuras, los directores eligen no sólo reforzar el imaginario de imbecilidad constante de los habitantes del pueblo, sino ponerse del lado de Mantovani, que es también -y no hay que olvidar- el punto de vista de un tipo que hace cuarenta años que mira todo desde la vereda de enfrente y tiene una posición fácil respecto de su entorno. La crueldad y la misantropía pueden ser divertidas un rato, incluso la película es valiente e incómoda al animarse a cuestionar muchas de las cosas que el cine nacional con aliento masivo decide ocultar, pero si no hay una instancia que humanice a los personajes todo queda en una pose canchera y superficial, maledicente: El ciudadano ilustre le ofrece a sus criaturas poco lugar para la redención y opta por la bajada de línea sentenciosa antes que por la sátira, perdiendo en el camino parte de su objetivo principal. Antes citábamos a Berlanga y Risi, pero en verdad el espíritu que termina campeando en la película es el de los hermanos Coen en su versión más molesta, esa que los encuentra ubicados en un Olimpo desde el cual señalan con el dedo y se ríen de todos los idiotas personajes que construyen. Es curioso viniendo de Cohn y Duprat, quienes con El hombre de al lado habían logrado una centralidad inusual en la mirada abordando los mismos temas que abordan aquí.