En los sótanos del horror
Es como si la realidad lo hubiera opacado. Su cine (“Leonera”, “El bonaerense”, “Carancho”, “Elefante blanco”) es intenso. Cárceles, villas, selvas, suburbios pesados todo fue retratado con fuerza y realismo. Aquí disponía de un cuento de terror perfecto, una fábula negra llena de claroscuros tenebrosos: la doble vida de una familia que figuraba en el catálogo social de San Isidro y que fue llevada de la mano hacia el infierno por un jefe demoníaco. La historia de los Puccio es tan horrorosa que con solo retratarla se orilla el terror. Pero los hechos reales no potenciarlo la mirada de Trapero. Al contrario, la fueron debilitando. Nunca su cine fue tan frio. En toda la primera parte, el horror es apenas una referencia lejana. Ni en la casa ni en los secuestros las imágenes conmocionan. No hay clima. Atrapa, pero no es intenso. Recién en la última parte aparece Trapero y su mejor cine: enérgico, con seres grises, zonas oscuras y escenas bien resueltas. Pero ni la decisión de usar material documental para poner esta empresa criminal en el contexto del final ominoso de la dictadura, ni la voluntad de dejar en penumbras el vínculo de Arquímedes con un comodoro, logran articularse de la mejor manera. Todo suma pero nada se integra. Lo que queda es un desfile de personajes unidimensionales, sin aristas ni carnadura, sostenidos por la trama de una historia increíble. En el centro de esta historia recargada de crueldad están Arquímedes y su hijo Alejandro, buenos trabajos de Francella y Lanzani. Desde la intimidad de esa familia Trapero quiere retratar el final de la dictadura. Por eso habla de dominación, barbarie, encubrimiento y gente que no quiere escuchar gritos de dolor