La verdadera casa del horror
La del clan Puccio es una historia argentina oscura, ominosa, con resonancias y misterios que persisten. Pablo Trapero fue hábil para detectar el potencial cinematográfico de ese exótico entramado tejido alrededor de un relato que parece pensado directamente para la ficción: una familia religiosa y con vínculos estrechos con el cerrado y elitista mundo del rugby de la zona norte de Buenos Aires, dedicada a recaudar fortunas a partir de un sistema de secuestros extorsivos armado con un nivel de impunidad y precariedad en las estrategias que, visto a la distancia, asombra.
Ahí está una de las primeras claves de la película: el registro certero de la distancia que la sociedad argentina ha recorrido en los últimos treinta años de vida institucional. La historia del clan Puccio puede observarse hoy como coletazo evidente de una lógica de funcionamiento social que la dictadura selló a fuego: la violencia como herramienta de disciplinamiento y progreso económico, el ocultamiento, la falsedad, la omisión y la complicidad como espíritu de época. El film nos sitúa en un contexto claro con apenas un par de apuntes: en el inicio, un afiebrado discurso del general Galtieri; más adelante, las pistas del final de una etapa, sintetizado en el resquebrajamiento del vínculo entre Arquímedes Puccio y un paradigmático comodoro que opera desde las sombras (ese comodoro es uno, pero podría ser muchos otros, nos dice Trapero). Pero lo que duplica el valor de la película es su capacidad por volar por encima de esa lectura política -valiosa, definida- y transformarse en un thriller nervioso y atrapante, una virtud notable si se toma en cuenta que, de una manera u otra, con mayor o menor detalle, casi todos conocemos su desenlace.
Se ha hablado muchas veces de la fluidez narrativa de las películas de Trapero, y El clan impulsa a rendirse ante las concluyentes pruebas. La narración tiene, efectivamente, un ritmo vertiginoso, todo lo que ocurre importa, los enigmas se revelan armónicamente, los juegos con la temporalidad del relato colaboran para clarificarlo y enriquecerlo, la idea del montaje paralelo entre una escena de sexo y otra completamente virulenta sobrevive al riesgo de la obviedad. A ese dominio envidiable de los recursos cinematográficos, Trapero le añade más condimentos: una inspirada recreación de época, el excelente trabajo de caracterización de Guillermo Francella (mérito de Araceli Farace), la introducción sutil del melodrama amoroso y un creativo uso de la banda sonora -con la inoxidable "Sunny Afternoon", de los Kinks como estrella- que ayuda al mismo tiempo a situar cronológicamente y a descomprimir, a aligerar el ambiente cuando la densidad se hace difícil de tolerar (una herramienta que Martin Scorsese, referencia ineludible para Trapero, ha usado con mucha solvencia a lo largo de su carrera).
Pero además Trapero se ratifica como gran director de actores: consigue que el debut en cine de Peter Lanzani (como el rugbier Alejandro Puccio) sea sólido, convincente, que los secundarios se luzcan y que Francella descuelle en el mejor papel de su carrera, elaborando con precisión milimétrica a un psicótico enigmático y siniestro que entiende la paternidad como chantaje e inquieta por lo que deja latente: una faceta monstruosa que puede anidar en los lugares menos sospechados.