Hamlet en San Isidro
‘El clan’, la potente película de Pablo Trapero sobre el Clan Puccio, permanece en la memoria mucho después de los títulos finales.
Es curiosa la filmografía de Pablo Trapero. A partir de Leonera, pero fundamentalmente a partir de Carancho –sus tres o cuatro últimas películas, de ocho en total– abandonó del todo el cine pequeño, de hallazgo de personajes, con sus actores fetiche –no profesionales como Luis “El Rulo” Margani, su propia abuela Graciana Chironi o el folklorista Tomás Lipán– y se abocó de lleno al cine industrial, de género, protagonizado por estrellas (Darín, Francella, un forzado Rodrigo Santoro) y que si bien pasa por festivales tiene la mira puesta principalmente en la taquilla. Y lo curioso es que Trapero, viniendo del cine independiente, logra en sus últimas películas una potencia narrativa que envidiaría el más profesional de los directores industriales.
El clan es un paso más en esa dirección, quizás el paso más fuerte y decisivo. En primer lugar, porque es la primera de sus películas que se basa en un caso policial real a la manera de las películas testimoniales de los '80, con las que, en sus peores momentos, guarda no pocas similitudes. Y también por la elección de los protagonistas: Guillermo Francella y Peter Lanzani.
Francella continúa en su veta de “actor serio” –que cualquiera con cierta sensibilidad podía percibir que habitaba en él–, que inauguró en El secreto de sus ojos, pero acá da un paso más y encarna al villano. Un Arquímedes Puccio tranquilo y letal, cínico y educado, que sólo en un par de momentos explota con violencia. Esos son los momentos en los que Francella flaquea.
La revelación, en cambio, es Peter Lanzani. Confieso que no lo conocía en su faceta de actor (nunca ví Casi ángeles) y sólo una vez lo entrevisté y ví su show como miembro de la banda TeenAngels. Era un enigma y me sorprendió: su Alejandro Puccio es un ser atormentado sobre el que pesa una pena constante que se puede percibir aún cuando se chamuya a una mujer, se divierte con amigos o juega al rugby.
La historia y el cast se unen a una dirección que se luce con varios planos secuencia –ninguno tan espectacular como aquel inolvidable de Elefante blanco– y un soundtrack fuerte y un poco invasivo (con canciones de The Kinks, Serú Girán y Virus) para redondear una película que aún con sus altibajos permanece en la memoria por muchas horas.
Trapero elige centrarse en la mirada de Alejandro Puccio, el hijo mayor del clan, para indagar el que quizás sea el misterio más profundo de esta historia: cómo el patriarca Arquímedes pudo envolver a toda su familia en esa trama de secuestros y asesinatos. El eje es ése y la película gana en concisión e intensidad al hacer alusión apenas oblicuamente a otras cuestiones: la investigación policial, la participación del resto de la banda y de la familia, la vida social sanisidrense (quizás eso se extraña un poco).
El resultado es bastante polémico porque la mirada termina siendo, hasta cierto punto, bastante benevolente con Alejandro. En la realidad no se sabe si Alejandro estuvo presente durante el asesinato de la primera víctima, Ricardo Manoukian. En el libro de Rodolfo Palacios, El clan Puccio, Guillermo Manoukian, hermano de Ricardo, dice que él cree que lo mataron entre Alejandro, Arquímedes y Guillermo Fernández Laborda, otro de los cómplices (interpretado por Luis Armesto), porque el cadáver tenía tres tiros y porque el que más lo necesitaba muerto era Alejandro. En la película, Trapero decide no dejar ese misterio y absuelve a Alejandro de esa muerte otorgándole incluso el beneficio de ignorarla y de enterarse de ella por comentarios en el club.
Pero no importa la realidad. Este movimiento deliberado dota a la película de un tono de tragedia shakespereana en la que Alejandro no es un villano sino una especie de príncipe Hamlet que se vuelve loco luego de dos o tres palabras de su padre, que en este caso no es un fantasma sino un monstruo de carne y hueso. Y al ser una tragedia, ese final tan potente –lo mejor de la película– es a la vez sorpresivo y perfectamente lógico.
El clan tiene algunos problemas. El tono intimista está invadido por referencias a la realidad política. Es cierto que la historia tiene muchos puntos de contacto con los estertores de la dictadura y los primeros años de la democracia, en los que la llamada “mano de obra desocupada” hacía estragos, pero acá es donde Trapero no da el tono y la película parece, como dije antes, una testimonial de los años '80 al estilo Juan Carlos Desanzo. Pasaba lo mismo en las escenas de la curia de Elefante blanco. Trapero no es Santiago Mitre –aunque Mitre coguionó tres de sus películas– y cuando los actores hablan de “temas importantes” o debaten “la realidad social”, quedan más parecidos a los del Viejo Cine Argentino que a los más naturales y creíbles de El estudiante o La patota.
Aún con sus defectos, El clan va de menor a mayor y deja un regusto perdurable en el cuerpo y en la cabeza. Es posible que tenga que ver con la potencia de la historia, que obviamente precede a la película. Pero hay que ser justos: Trapero tiene el talento como para que esa potencia no se pierda en la pantalla.