El horror con la impronta del padre
La película de Pablo Trapero subraya con un alto sentido del suspense la protección que recibía Arquímedes Puccio, integrante de la Side, y cómo esa familia se configuraba alrededor del patriarca que imponía el miedo.
Quienes lo conocieron, quienes lo veían todas las mañanas en la puerta de esa rotisería familiar que escondía un pasadizo que conducía al mismo infierno, lo llamaban "El loco de la escoba". Siempre a la misma hora, se entregaba de manera serena a esa labor, cuando aún las persianas no estaban totalmente levantadas. Su actitud mesurada, su perfil distante y un tanto ajeno, despertaban en sus vecinos un sentimiento respetable y al mismo tiempo cierto recelo.
Todos conocían su antigua profesión: contador. Una primer máscara de identidad, que ocultaba sus relaciones con el Servicio de Inteligencia del Estado, en los años de la dictadura. Y es en un pasaje del film, cuando él, Arquímedes Puccio, se va abriendo paso de manera altanera entre quienes esperan; mostrando de forma desafiante su credencial. El caso de la familia Puccio hoy forma parte de los anales del crimen en la historia de nuestro país, de esos hechos delictivos amparados por funcionarios que ocupaban cargos en delegaciones institucionales.
Atento a todo un seguimiento de comportamientos sociales, Pablo Trapero, nacido en San Justo, partido de La Matanza, en octubre de 1971, nos hace llegar un film que partiendo de la crónica policial se interna, como su filmografía así lo acredita, en los pasillos laberínticos de ciertos sectores que se manejan de manera especulativa y cómplice, ligados a espacios del poder. Es notable ver cómo Trapero modela esta historia en ese espacio de transición entre la declinación de los años de la dictadura y la recuperación de los tan esperados tiempos democráticos. Al respecto, su realizador no olvida ni el patético y beligerante discurso de Galtieri en la hora final de la guerra de Malvinas; ni los que escuchamos de boca del siempre admirado Raúl Alfonsín, saludando aquel celebratorio momento de aquel diez de diciembre de mil novecientos ochenta y tres.
Si Arquímedes Puccio pudo actuar de manera directa, con impunidad, en el secuestro y extorsión de personas de gran nivel económico, allegadas particularmente a su hijo Alejandro, fue precisamente, como algunos momentos lo subrayan, porque se podía apoyar en la protección que le brindaban ciertos nombres que aún se movían y circulaban en los ámbitos oficiales. Por eso, a manera de crónica, el film revisa esa proyección de esos hechos delictivos en el marco de esas articulaciones, que revelan una maraña de intereses superpuestos y que parece no cesar.
Sobre la biografía de cada uno de los miembros de esta familia, de apariencia honorable, que reza sus oraciones antes de la hora de la comida, agradeciendo "el pan nuestro de cada día", que se mueve en la cotidianeidad como si allá abajo nada ocurriera, el film nos ofrece un perfil y una semblanza que, igualmente motiva a los espectadores sobre ese querer conocer más. Si en el espacio de la cocina, la madre, hacendosa y obediente, prepara un nuevo plato, todos saben que una de esas porciones no quedará allí sobre la mesa; sino que la recibirá con solemne atención el nuevo prisionero, el cautivo con el rostro cubierto, quien será sometido al tormento de escribir con sus manos heridas y sangrantes una carta a sus familiares, dictadas por el jefe de esa familia, vigilado por los guardaespaldas de ese siniestro clan.
Y ante estos hechos, que ocupan un lugar central en este electrizante film, necesito detenerme en un elemento central, que aún permanece en mis oídos. Una carta que comienza a ser escrita por ese prisionero que fue víctima de una emboscada, por ese personaje que estaba a pocos metros del tan querido hijo mayor, Alejandro, integrante de un club de rugbiers, motivo de admiración de todos sus compañeros. Sí, esa carta que cada uno de los secuestrados escribe, tal como la va dictando el mismo jefe del clan. Y es una voz, una calibrada y penetrante voz; es esa voz que se escucha en ese medio tono el que oficia como un motivo dominante. Es la voz que escucha el prisionero, es la voz que escucha algún familiar de la víctima; es esa voz que despierta un temor paralizante, la que también nos alcanza a nosotros.
Al caracterizar esta voz, que pasa a un primer plano, que se corresponde con los ojos vidriosos y salientes de su personaje principal, amo, patriarca y señor, debemos apuntar que es ella misma la que va pautando los momentos de mayor suspense. Y es la que identifica al actor Guillermo Francella, quien cumple en este film, tal vez, el rol más logrado en su trayectoria cinematográfica, tras su paso por Los Marziano de Ana Katz y en el tan controvertido, polémico y rechazado por mí El secreto de sus ojos; brindándonos ahora un más que relevante trabajo de composición, lejos de tantos otros personajes que llegaron a asimilarlo a un cierto estereotipo. Su inicio en el espectáculo data de principios de los años 70 en producciones de uno de los magnates, Sofovich, pasando a interpretar repetidos personajes en series fílmicas de bañeros, tiburones, pilotos, caballeros de camas redondas y exterminators. Era muy difícil pensar entonces que algún día este actor de la comedia fácil y de la burda picaresca pudiese llegar a componer otro tipo de roles. Y mucho menos, actuar junto a uno de los grandes de todos los tiempos, Alfredo Alcón, en esa notable comedia de Neil Simon, Los reyes de la risa. Sin olvidar, claro está, su rol en la comedia dramática de Daniel Burman, El secreto de la felicidad, en la que comparte cartel con Fabián Arenillas, Inés Estevez y Alejandro Awada.
Pablo Trapero, admirado por el director de programación del Festival de Cannes por considerar que su filmografía goza de una inusual coherencia, por el modo en que puede presentar un diálogo entre el registro documental y los hechos que se narran, logra en El Clan ofrecernos un retrato en negro de un accionar siniestro. En una atmósfera de aparente calma, este grupo familiar que habitaba en una modesta vivienda de San Isidro, integrado por padre, madre y cinco hijos, asoma entre nosotros en un espacio de sordidez, de cinismo, de mandatos y silencios. Particularmente, la progresión de este film se va marcando entre el severo padre y ese hijo mayor, quien nos es mostrado en sus permanentes contradicciones, rol que interpreta Peter Lanzani. Y llega a su punto más alto de confrontación en un espacio clausurado, en uno de los momentos cercanos al desenlace del film, cuando la tensión estalla ante nuestros ojos, frente a otro engranaje manipulador.
Entre los productores de este recomendable film del director de Mundo Grúa (su opera prima), El bonaerense, Elefante blanco, encontramos los nombres de Telefé y la de los hermanos Agustín y Pedro Almodóvar. Y en el mes de septiembre, El Clan se presentará en el Festival de Venecia en la Sección Oficial e igualmente en Toronto y en San Sebastián. La crítica en nuestro país, en su conjunto, tal como venimos leyendo le ha sido muy favorable y el nombre del primer actor es garantía en la taquilla.
A lo largo de sus casi dos horas, El Clan va delineando un thriller que se mueve en diferentes ámbitos tomando como centro radial el mismo espacio que habita esta familia. Una familia que nos es mostrada en el transitar de los días, un clan que prefiere silenciar lo que el jefe de la misma ha dictaminado. Una familia cómplice y presa de un creciente temor. Un grupo que acepta esos actos y que se mueve sin ofrecer resistencia; casi todos ellos, menos uno. En el film de Trapero, el pasaje de los diferentes momentos, el mismo transcurrir temporal se reconoce en las tapas de los diarios y revistas, en la emisión por tevé de una entrevista a los miembros de la Conadep en relación con los hechos criminales de los años de la dictadura hasta la visión de algunos films, tales como En Retirada de Juan Carlos Desanzo y Darse cuenta de Alejandro Doria, ambos estrenados en 1984; un año antes de que el clan de la familia Puccio fuera localizado, encarcelado y sometido a juicio.
Film que abre a debates en relación con la revisión de los hechos del pasado desde una perspectiva múltiple, El Clan reviste, no obstante, en ciertas secuencias, su formato de cine ligado a un perfil de taquilla. Y entre las observaciones que puedo señalar ahora es la de una sobreactuación en el campo de la banda sonora, que lo acerca sobre todo a un film de género, particularmente, al de aventuras, de terror. Y en algunos momentos, un golpeante y estridente montaje por corte, en situaciones que se juegan de manera paralela, vuelve obvio aquello que se pudo haber sugerido, para evitar así un efecto de repetición y de literalidad.