Pensar en crimen organizado me remonta indefectiblemente a películas de gánsteres y cosas así; los típicos guiones americanos que retratan historias verídicas como la de Capone o ficticias como la de Corleone. Pero a fin de cuentas, se trata de miembros de una misma familia o personas que se vuelven muy cercanas y unidas entre sí como para cometer aberraciones fundadas en ofertas que a simple vista son imposibles de rechazar.
El asunto es que estos hechos lamentables suceden en miles de lugares, incluida nuestra República Argentina. Desde tiempos inciertos que la ley abre expedientes sobre causas judiciales que muchas veces quedan en el limbo por diferentes motivos, aunque casi siempre se trata de la impunidad, la tergiversación y la corrupción. Corrían los años 80 cuando Arquímedes Puccio perpetró sus planes más viles, ya bajo el gobierno democrático de Alfonsín, pero con una clara inclinación hacia lo militar. Claro, el líder de la banda y comandante de una familia de siete integrantes, contaba ya con un prontuario en el tráfico de armas, además de un puesto en los servicios de inteligencia de ese entonces, lo cual lo mantenía muy cerca del comodoro de turno.
Así, caminando en puntillas y sin levantar sospechas, el señor se fue forrando en dólares, producto de secuestros extorsivos a personas pertenecientes a la clase alta. Muy fácil… Los vigilaba, averiguaba su cachet, preparaba el terreno y zas, los hijos del dinero eran tragados por la tierra y trasladados en baúles motorizados a la mismísima casa de la familia Puccio, en donde eran víctimas de maltratos y torturas que incluían el envío de falsos testimonios de bienestar a sus seres queridos. De esa manera, “los buenos” dejaban el botín donde se les indicaba y aguardaban la tan ansiada liberación, una liberación que jamás llegaba y que acababa enterrada en fosas improvisadas y con varios tiros en la cabeza.
Pero si hablamos de víctimas, no podemos obviar al propio grupo familiar de Arquímedes, ya que tres de ellos estaban involucrados directamente con estos crímenes. En especial el hijo mayor, Alex Puccio, el rugbier del “CASI” que sacó el mayor beneficio monetario durante años. Sin embargo, llevaban una tormentosa vida de sometimientos, cometiendo el pecado de la omisión y el silencio, además de ser cómplices del horror. Y sí, era raro que en un barrio como San Isidro ocurrieran estas cosas, por eso todos los del círculo se preguntaban qué estaba sucediendo. Lo que no sabían era que pasaban todos los días por la puerta de aquella casa que albergaba un famoso sótano donde el clan se reunía y donde funcionaba el cautiverio, mientras arriba todos cenaban en paz, hacían sus labores y se comían el verso de que no pasaba nada raro, particularmente los dos integrantes menores de edad. Nadie sospechaba de ese vecino canoso que raramente pestañeaba y barría todos los días -a cualquier hora- la vereda del negocio de artículos náuticos que les pertenecía, con el fin de aplacar cualquier grito que asomara de la oscuridad.
Todo lo que te acabo de contar está presente de manera exquisita y manejado de taquito con el pulso perfecto de Pablo Trapero en su último film. Esta historia verídica que conmocionó a todos recayó sobre Guillermo Francella en el rol principal (irreconocible en todo sentido) y Pedro Lanzani como el “elegido” por papá. Al ritmo de una banda sonora magnética y escenas que conservan una sutil calma en medio del caos que se desarrollaba en días comunes y corrientes, ambas actuaciones derrochan talento, a la vez que provocan escalofríos a una comunidad que fue muy golpeada por una dictadura como para recibir semejante baldazo de agua fría. Abrumadora, hipnotizante, poderosa; todos los elementos de El Clan están en armonía. Tanto la película como la historia tuvieron su final, sí, pero hay un “continuará” implícito en el misterio que estas desagradables personas llevarán consigo siempre, a sus tumbas o a dondequiera que estén, porque negaron todo y plantearon ese enorme interrogante de cómo una familia unida y aparentemente estable pudo formar parte de ese circo cruel que se vivió durante un lapso no del todo comprobado en Martín y Omar 544.