EN EL NOMBRE DEL PADRE
Los países utilizan al cine como un relato de la historia, como si la puesta en escena y el retrato de años trágicos y furiosos redimieran los pecados por el sólo hecho de poner su debate en la agenda. Y así encontramos a diversos países de Europa central tratando de darle un lado humano a las guerras mundiales en La Caida (Oliver Hirschbiegel, 2004), El Niño del Pijama a Rayas (Mark Herman, 2008) o La Cinta Blanca (Michael Haneke, 2009). También podemos mencionar a la maquina hollywoodense sobándose la espalda a sí misma sobre la esclavitud en Historias Cruzadas (Tate Taylor, 2011), y la sobrevaloradísima 12 Años de Esclavitud (Steve McQueen, 2013), clarísimo ejemplo propagandístico de cómo poner un tema en boga. Y así es como en el prólogo de su (intento por ahora) historia como industria, el cine argentino parece fascinado con el período de la dictadura.
Una de las obligaciones que exigen las historias reales es que generalmente son populares, o por lo menos accesibles, sabidas por todos. O sea que no hay sorpresas ni giros de tuerca que no veamos venir, ya sea en el argumento o el clímax del relato. La historia de los Puccio no escapa a esto, sabemos quiénes son, sabemos que hicieron, y sabemos cómo terminaron. Esto representa de manera obligatoria un énfasis en los recursos narrativos y en la construcción de personajes, Trapero falla de alguna forma en ambas situaciones. La inclusión del material real en algunos tramos abre el tratamiento, junto a la visión de Trapero sobre la dictadura en una película mucho más masiva (producida por 20th Century Fox) que las demás de su filmografía. Pero esta inclusión se torna anecdótica en el mejor de los casos porque el director de Mundo Grúa nunca termina de cerrar el concepto.
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Más acostumbrado al retrato de la humanidad en lo marginal, Trapero relataba historias donde la redención no pasa por escapar de esos submundos injustos y despiadados, sino por saber adaptarse, sobrellevarlo, y valorar la humanidad en ello, y hacía del desarrollo de los protagonistas su arma principal. Sin embargo, hay algo de esto último en el Alejandro Puccio de El Clan, quizá el personaje con mayor potencial de matices -algo que Peter Lanzani logra solo por algunos momentos-, por saberse que existió en él una transición de la aprobación paternal (a cualquier precio literalmente en este caso) hacia el humanismo tranquilizador de la consciencia, cuando planea escaparse del “negocio familiar”. Sin embargo, como con el resto de la familia, aquí no hay transiciones. No hay explicaciones de porque el núcleo familiar va de la pasividad cómplice al horror sorpresivo.
Allí radica el principal fallo de El Clan, en que es consciente que los dilemas personales por omisión (Arquímedes Puccio, un correcto Guillermo Francella) o por presencia (Alejandro Puccio) serían el tractor del relato. Y elige no ahondar en las motivaciones ni en las razones particulares para semejante tragedia. Sin embargo, se enfatiza de manera torpe y lineal en la dinámica de la familia al retratar su frialdad mostrando como pueden cenar tranquilamente con un tipo atado de pies y manos en el baño. Como el Trapero de El Clan.