Como hecha a la medida de su protagonista, Dallas Buyers Club: El club de los desahuciados se ajusta a las necesidades del trabajo de Matthew McConauguey: el encuadre deja ver cómo el cuerpo consumido del actor se vincula dificultosamente con el entorno, ya sea un bar gay o su oficina en un hotel de poca monta; los primeros planos cumplen la función de explorar los surcos y el desgaste de su cara antes que buscar el drama (el rostro se vuelve un paisaje desolado y nunca un generador de empatía); la duración del montaje se acomoda al acento sureño lento y demorado del protagonista y sobre todo a sus silencios, que en una historia sobre la inminencia de la muerte resultan tanto o más significativos que cualquier frase que pueda llegar a pronunciarse. Jean Marc-Vallée entiende rápido que el éxito de su película pasa no por su propio lucimiento personal sino por su capacidad para elaborar alguna clase de sistema, de andamiaje cinematográfico que le permita realzar lo más que se pueda la presencia espectral de su protagonista; así, el director y su estilo se borran hasta prácticamente desaparecer de la puesta en escena. Pero el guión también hace algo parecido: el relato de la vida de Ron Woodroof llevado a la pantalla gira obsesivamente en torno a él y, a diferencia de otras películas similares, prescinde de narrar la época; la homofobia rampante de sus amigos y la lectura en un diario acerca de la muerte de Rock Hudson son apenas unas breves pinceladas que vienen a reconstruir como en sordina el clima del momento. Incluso los otros personajes, la médica y Rayon, tienen pocas escenas a su cargo, y esas escenas carecen completamente de la intensidad siempre contenida que puede maniobrar McConaughey; Jennifer Garner no resulta creíble nunca (es como si perteneciera a otra película), y la actuación exagerada y temblorosa de Jared Leto no dialoga bien con el ritmo visual más bien calmo que maneja el director. Lo de Vallé es un trabajo de artesano paciente: debe probar medidas y realizar pequeñas calibraciones hasta encontrar la armonía perfecta de cada secuencia, siempre cuidando de no exponer a una tensión excesiva la performance frágil y quebradiza de McConaughey, salvo durante los estallidos de Woodroof (como en el supermercado) en los que el director, quizás sabiendo fuerte y decidido a su personaje, se anima a imprimirle algo de velocidad y pulso a la imagen.
La historia posee el encanto de las cosas simples, sin demasiados matices ni rugosidades: Woodroof, un electricista sureño, fanático del rodeo, se entera un día de que tiene HIV. Su nueva circunstancia lo obliga de múltiples maneras a entrar en relación con un universo que antes aborrecía: el submundo gay de los ochenta en un estado como Texas. Pero ese giro no se traduce en ningún aprendizaje moral ni en un descubrimiento acerca del sentido de la existencia: lo que mueve a Woodroof es ni más ni menos que una voluntad inclaudicable, un instinto de supervivencia que no conoce de enseñanzas ni frases solemnes. La densidad del personaje es menos psicológica que orgánica, la película nunca lo torna un ser demasiado complejo o dueño de alguna clase de grandeza (muchas veces parece justo lo contrario: alguien despreciable y poco querible); despojado así de las muletillas de ese tipo de personajes, a McConaughey solo le queda escapar de la muerte como sea, de cualquier manera, ya sea traficando medicamentos o involucrando sin que ella lo sepa a una médica un poco confiada, alejándonos irremediablemente de él y sus métodos. En algún punto de ese recorrido, casi sin quererlo, Woodroof se convierte en un salvador, pero lo hace sin planificarlo y en ningún momento adopta la pose de un benefactor (salvo brevemente al final). Incluso a veces pareciera que la pequeña comunidad fundada por él (empresa, clínica y espacio de pertenencia, todo se confunde) no tuviera para él otro fin que el de fortalecerlo a expensas de sus clientes y poder así mantener a distancia por un poco más de tiempo la amenaza de la muerte. No hay gesta ni nada que se le parezca en Dallas Buyers Club, solo un aferrarse desesperadamente a la vida que no repara en otra cosa que en perpetuar la propia existencia a cualquier precio; para alguien como Woodroof, todos los ideales y causas del mundo valen menos que la promesa, aunque sea incierta y borrosa, de un nuevo día.