De Filadelfia a Dallas
Dallas, Texas. Mediados de los años ochenta. Dentro de lo inevitable, uno de los peores escenarios para contraer sida. A Ron Woodroof le pasó eso. Era el estereotipo del vaquero misógino, homofóbico y pendenciero; por poco golpea al médico que le diagnostica HIV. ¿Cómo van a decirle marica? Ron existió y Matthew McConaughey lo lleva orgulloso en sus hombros huesudos, su rostro demacrado, sus bigotones camp… su épica. Los grandes laboratorios y la FDA (algo así como el Ministerio de Salud norteamericano) quieren curarlo con AZT, que inicialmente funciona y después se vuelve veneno. Así Ron viaja a México y conoce al doctor Vass (grato retorno de Griffin Dunne, héroe silencioso del cine independiente), quien le suministra un péptido que se presenta como el mejor paliativo. Ron lleva el compuesto a los Estados Unidos, funda un club, enfrenta a los laboratorios. Es David contra Goliat, una entre tantas citas bíblicas. Porque al contraer la “peste rosa” y adentrarse en el submundo de la cultura gay, Ron, como Pablo de Tarso, deviene el más radical de los conversos.
Aunque el tema indudablemente remita a Filadelfia, el director Jean-Marc Vallée tuvo la sensibilidad para retratar esta historia con pinceladas finas. Rayon, la socia de Woodroof (el travesti que interpreta Jared Leto en un memorable contrapunto con McConaughey), es fanática de Marc Bolan; su playlist incluye a Amanda Lear, la mítica modelo sospechada de transexual, y su novio Jenny es interpretado por el andrógino Bradford Cox, cantante de Deerhunter. La cosmética resulta tan apropiada como la transformación de McConaughey; ambas redondean un film de intensidad y sustento.