Correcta pero a la vez fascinante
El inicio de El club de los desahuciados es convenientemente incómodo, así como síntesis del asunto: sobre negro, los gemidos prefiguran lo que luego se revela (apenas) distinto. Lo que parece ser un lamento es de placer. Sexo y enfermedad. Una instancia se resuelve en la otra. Mientras, lo visto es una bandera estadounidense, a caballo en el rodeo.
Establecido el ámbito, su personaje, la enfermedad, el film de JeanMarc Vallée fluye "fácilmente", como si no le costara atravesar el periplo que le espera. En verdad, de facilismo hay poco, mientras su construcción se vale de cámara en mano, elipsis, pocos personajes, sonido diegético. Todo esto, también, revestido por una claridad argumental que se sostiene desde: "basada en hechos reales", didactismo médico, qué es AZT, qué no es AZT, cómo funciona el sistema de salud, cuáles impedimentos, Rock Hudson y la "peste rosa", etc.
Inevitablemente, un film como éste debe situar a sus espectadores, aún cuando lo haga de manera reiterativa o desde la explicación o desde la confrontación entre personajes estereotipados: lo son tanto los médicos como el mismo protagonista, el Ron Woodroof de Matthew McConaughey, cuyo VIH le lleva a la conformación del club de drogas, con cuota mensual y provisión de medicamentos que el Estado no permite. En este sentido, la dupla conformada por un homófobo texano y un socio transexual (Jared Leto) es irresistible.
De todos modos, el planteo fílmico de El club de los desahuciados vale en varios sentidos. Por actualizar el debate sobre la enfermedad y su manipulación farmacológica, por el nivel de compromiso físico asumido por McConaughey en su caracterización: no se trata solamente de lograr una delgadez cinematográficamente extrema, sino de sobrevivir a un estrago físico similar. Hay sinceridad en la tarea del actor, algo que la cámara captura así como el montaje narrativamente compone. No es oportunismo ni nada parecido. Que sea un papel atinado para el Oscar y sus circunstancias, no le quita mérito alguno. Quizás sea al revés.
Otro tanto significa la labor de Jared Leto. Alguna vez será un transexual de verdad quien componga un papel similar. (Al menos en Hollywood; el cine de John Waters no sólo ha hecho esto, sino muchísimo más). Mientras tanto, no puede achacársele al actor el papel que sobrelleva: apropiado en lo suyo, contraparte justa para el dueto que compone junto a Woodroof.
En rasgos generales, el film es correcto, redentor, justiciero: el desenlace borra un poco el gusto amargo, hace de su personaje un héroe. De hecho, la caracterización de McConaughey es arrolladora. La película es él, su proeza. Cuánto de todo lo expuesto ha sido verdaderamente así, no es lo que importa. La cuestión es cómo organizarlo dramáticamente, desde las convenciones del cine estadounidense. La película, entonces, funciona. Dentro de todo, para bien.