Sobreviviendo en los albores del sida
La historia real de Ron Woodroof, un machazo vaquero texano que en 1985 descubrió que tenía sida (por entonces la “peste rosa”), tiene todos los elementos que gustan en temporada de los Oscar, desde la corrección política hasta la redención personal.
Candidata el próximo domingo a seis premios Oscar –Mejor película, guión, actor, actor secundario, montaje y maquillaje–, Dallas Buyers Club es esa clase de películas que siempre pagan a la hora de la ceremonia de la Academia de Hollywood. Para empezar, cuenta con el sello certificado “basada en una historia real”, en este caso la de Ron Woodroof, un machazo vaquero texano que allá por 1985 descubrió que tenía sida (por entonces llamado la “peste rosa”) y que luchó no sólo contra sus propios prejuicios homofóbicos, sino también contra la corporación médica, más interesada en las ganancias de los laboratorios que en la recuperación de sus pacientes. Ya se sabe: la corrección política, la redención personal y la pelea del individuo contra los intereses corporativos también son tópicos recurrentes a la hora del Oscar, como lo prueban Erin Brockovich, una mujer audaz (2000) o Filadelfia (1993), con las que Dallas Buyers Club tiene más de una similitud e integra el club de las películas con perdedores que terminan –cada uno a su manera– resultando ganadores, como le suele gustar a Hollywood.
La película dirigida por el canadiense Jean-Marc Vallée empieza con nervio y fuerza, impulsada por una serie de pantallazos muy crudos no sólo del sórdido mundo del rodeo en Texas, sino también del desastre que es la vida personal de Woodroof (Matthew McConaughey). Alcohólico, cocainómano y sexualmente promiscuo, por decir lo menos, con su trabajo de electricista en un campo petrolero de Ron paga (tarde y mal) sus apuestas en la arena de los toros. Cuando a causa un accidente Ron –más flaco y pálido que un vampiro anémico– termina en el hospital, los médicos le informan que lleva en su sangre el virus VIH y que le quedan, como mucho, 30 días de vida. “Yo no soy ningún Rock ‘Chupapijas’ Hudson” es lo primero que grita con las pocas fuerzas que le quedan. Lo segundo que hace es buscar, desesperadamente, una droga que le salve la vida, aunque para ello tenga que buscarla en el mercado negro.
No hace demasiada falta, por cierto. Un laboratorio le paga muy bien al hospital de Dallas para que pruebe en pacientes terminales, como si fueran cobayos, la por entonces novedosa medicina AZT. Lo que viene a descubrir Woodroof en carne propia y en la de Rayon (Jared Leto) –una drag queen de la que se hace primero socio y luego amigo entrañable– es que administrada en altas dosis, como se indicaba entonces, el AZT era altamente tóxico y mataba las pocas células vivas que quedaban en el organismo. Lo que llevará a Ron a buscar tanto medicinas como métodos alternativos para procurarlas, derivando en un enfrentamiento judicial con la poderosa Food and Drug Administration (FDA) de su país.
Hay algo confuso, contradictorio, en Dallas Buyers Club. Habría que ver cómo fue en la vida real (Woodroof murió en 1992, siete años después de los 30 días de vida que le dieron los médicos), pero tal como lo cuenta la película es por lo menos abrupto que ese personaje no sólo enfermo, sino ruinoso en todo sentido, pueda, de pronto, desafiar él solo a la FDA y organizar la distribución de productos y medicinas no autorizadas, que él mismo trae de México, Israel, Holanda y Japón, disfrazado de médico o de cura.
Contra esa y otras inverosimilitudes del guión (entre las cuales está su súbita comprensión del mundo gay), luchan las actuaciones de Matthew McConaughey y Jared Leto, favoritos a llevarse el domingo los respectivos Oscar a Mejor actor y Mejor actor de reparto. Desde sus protagónicos en Mud y Killer Joe pasando por su única y sensacional escena en El lobo de Wall Street, McConaughey (actualmente con la serie True Detective en el cable) está en su apogeo. Y su furioso, hipnótico Ron –papel para el cual bajó especialmente 21 kilos– no hace sino confirmarlo. Aunque más previsible, quizá porque lo que le pide el guión también lo es, el multifacético Jared Leto –rock star, actor, productor y filántropo– hace del transexual Rayon un personaje verosímil, sensible pero discreto, incluso para lo que en estos casos suele ser norma.