Corrección y política
Dallas Buyers Club es una de esas películas que funcionan mejor si uno las pone en espejo con otras de su estilo: drama redentor con protagonista enfermo basado en hechos reales. Es decir, con el material de base que tenían el director Jean-Marc Vallée y sus protagonistas Matthew McConaughey, Jennifer Garner y Jared Leto entre manos, que la película no ahogue al espectador a puro golpe bajo y que el drama se mantenga siempre riguroso y escapándole a las poses e imposturas habituales del Hollywood más maniqueo, ya es todo un logro. Ahora, decir que por esto se trata de una película enorme hay un trecho bastante largo. Dallas Buyers Club -ambientado en aquellos años 80’s con el incipiente SIDA revolucionando la sexualidad y sus cuidados- es un drama correcto, con actuaciones sin desbordes que se aplican al tono elegido y que señala los vicios del sistema norteamericano sin caer en el panfleto engolado.
Si bien el film está basado en la experiencia de Ron Woodroof, que aparece aquí como un vaquero homofóbico, drogadicto y mujeriego, los guionistas Craig Borten y Melisa Wallack y el propio director se tomaron libertades varias para contar la historia (hay datos biográficos que indican otra cosa sobre Woodroof), decidiendo que no es la representación calcada de la realidad lo que importa en una adaptación de hechos reales sino la perfecta captura del espíritu del material elegido. Básicamente convierten todo el movimiento en cine, y eso está muy bien. Por momentos la película se transforma en una comedia de trampas, con el protagonista haciéndose pasar por cura para traficar medicamentos por la frontera norteamericana. Ese abrazar mecanismos del cine menos académico y más postergado para retratar un tema tan complejo y arduo no deja de ser una forma, también, de imponer una defensa de aquello que trasciende los límites de lo permitido.
En Dallas Buyers Club más que con enfermos terminales y con personajes que merecen nuestra redención bienpensante, estamos ante personajes que se hacen respetables porque luchan contra un poder que los domina aún en la propia libertad de elegir su destino ante una enfermedad y la muerte. El atractivo del film es que se aleja del chantaje emocional para construir un relato puramente político: una política del cuerpo y la mente, pero también institucional en la lucha contra las farmacéuticas y las entidades oficiales que regulan el ingreso de medicamentos al país.
Para el Woodroof del film, el individuo es el único que conscientemente puede decidir sobre su futuro, sin mayor injerencia de organismos e instituciones reguladoras. Esta mirada “atea” es tal vez lo mejor de una película que, aún acertando en todos los puntos que va tocando -más allá de algún pasaje efectista-, se hace demasiado correcta, como muy pulida sin posibilidad de contradicciones o que ingrese algún atisbo de duda sobre lo que sus personajes van decidiendo: la idea de sacar el lastre de la intensidad dramática es bienvenida, pero si terminamos enfrentándonos ante un universo de buenos y malos tan marcado como aquí, esas intenciones terminan cayendo en saco roto. Dallas Buyers Club pierde bastante cuando algunos pasajes, como el de la aceptación de su enfermedad por parte de Woodroof, son resueltos velozmente (¡caramba, ese personaje así construido debería haber atravesado toda la película antes de aceptar que tiene SIDA!) y avanza directamente hacia la lucha del protagonista contra las farmacéuticas. Lo inapelable de eso que cuenta es lo que le quita posibilidades.
De esta película se ha hablado hasta el hartazgo sobre las actuaciones de Matthew McConaughey -especialmente- y Jared Leto. Es verdad, no están mal, pero así como el resto de la película no termina por tomar real vuelo, las actuaciones son instalaciones que refuerzan la idea de corrección que recorre todo el metraje: en el fondo y aunque no lo parezca son personajes unidimensionales, que tienen un conflicto inicial pero luego lo sortean y avanzan con seguridad. Ahora, si nos vamos a maravillar porque bajaron de peso y ambos aparecen esqueléticos estamos ya en otro nivel del sentido de actuación por el que particularmente no me siento demasiado atraído. A lo sumo uno se asombra un poco, pero no es más que un recurso efectista.