En una de las escenas iniciales de El club de los desahuciados hay una especie de chiste cinéfilo que en realidad sintetiza el espacio simbólico del filme. Unos cowboys modernos están apostando para la próxima ronda de rodeos, entre ellos Ron Woodroof, el personaje principal de esta historia verídica. Es 1985, cuando el SIDA deja de ser una enfermedad desconocida: la muerte de Rock Hudson es el primer caso emblemático y el símbolo de una democratización del síndrome. El chiste pasa por cómo los personajes, a propósito de una película de Hitchcock, confunden a Hudson con Cary Grant, otro actor del que siempre se sospechó sobre su orientación sexual.
La historia de Woodroof es tan estadounidense como la música country. A un cowboy homofóbico, electricista de oficio y promiscuo en sus horas libres, de un día para el otro se le diagnostica SIDA. Su reacción, lógicamente, es de rechazo y desprecio, que inmediatamente serán adoptados por sus compañeros de trabajo. En ese imaginario y en ese tiempo, el virus era cosa de invertidos.
Tras comprender que sí podía ser portador de HIV, Woodroof, después de que los médicos le den 30 días de vida y consideren que no califica para ser tratado con las drogas disponibles, se las ingenia para ingerir clandestinamente AZL. El pasaje en el que se le ocurre cómo conseguir el medicamento es bastante ingenioso: Ron parece estar rezando en un santuario, pero cuando el plano se abre un poco vemos que no es precisamente una iglesia el lugar donde está, un ejemplo discreto de que detrás de cámara hay un director concibiendo la puesta.
Woodroof terminará inventando el famoso club del título, donde los desahuciados, más bien los enfermos invisibles para el sistema médico estadounidense, irán en búsqueda de otras drogas, no aprobadas por la FDA pero eficientes y económicamente accesibles. Pero la película es un poco más que una impugnación al sistema sanitario y a las redes de poder que se ponen en juego.
Lo más valioso del filme del canadiense Jean-Marc Vallée, que elige un tono circunspecto para narrar y jamás subraya desde la puesta en escena en los momentos decisivos (véase la total ausencia de música para acompañar las escenas más dramáticas), pasa por un encuentro: el del propio Woodroof con un travesti. En ese vínculo se cifra una utopía menor, acaso también una aventura de la conciencia: el contexto vence al homofóbico y en él florece un hombre sensible. Eso se ve, no se dice.
Si esto es posible y creíble es exclusivamente gracias a los dos actores principales: Matthew McConaughey y Jared Leto. Y el mérito no está en que hayan bajado veinte kilos o más. La elegancia y precisión de sus composiciones reside en la sobriedad expresiva, en una economía gestual y corporal: el personaje es más importante que su intérprete. Son ellos quienes refrendan la conocida fantasía liberal según la cual el individuo resiste al sistema.