Morir con las botas puestas
La primera escena de El club de los desahuciados (Dallas Buyers Club) encuentra a Ron Woodroof en pleno rodeo y, aunque está teniendo sexo con dos señoritas, no le saca los ojos de encima al toro. Lo que en ese momento ve es un auténtico presagio de todo lo que va a sucederle. El animal derriba al circunstancial jinete y luego se ensaña con el infeliz hasta dejarlo fuera de juego, tirado en la arena. Ron no lo imagina entonces, pero su vida –que, al igual que el toro, es excesiva, desenfrenada e irracional- va a voltearlo y enfrentarlo cara a cara con una muerte inminente e inesperada. Salvo que él sea capaz de hacer algo al respecto.
Woodroof, electricista de oficio, vive entre rodeos, apuestas, arrestos fugaces, mujeres, alcohol y drogas. Hasta que un buen día termina en el hospital por un accidente de trabajo y allí le informan que tiene SIDA, y que su pronóstico de sobrevida es de un mes en el mejor de los casos. Más que la cercanía de la muerte, lo que verdaderamente lo horroriza es esa enfermedad que, en su ignorancia, considera exclusiva de los homosexuales. No obstante, luego de la negación y la ira iniciales, descubre que el HIV también puede adquirirse por llevar una vida desordenada y promiscua como la suya. Rechazado por sus compañeros, deteriorado y desesperado, inicia un camino errático en busca de una salvación, que incluirá automedicación, viajes, mucha investigación y hasta la organización del Club de compradores de Dallas del título original que, tras la venta de membresías, encubre la provisión de medicamentos contra el HIV no autorizados aún en Estados Unidos.
Muchos otros temas atraviesan la historia: los laboratorios que buscan vender sus productos sin preocuparse por los eventuales efectos nocivos, los médicos y su grado de compromiso con la investigación y/o con sus pacientes, los burócratas, la justicia, la ley. La película los transita tangencialmente, muestra las fuerzas en pugna sin adentrarse en ellas ni erigir héroes o villanos. Porque fundamentalmente, el film de Jean Marc-Vallée versa sobre la carrera que corre Woodroof contra el tiempo, contra su enfermedad, sus propias creencias y prejuicios; y sobre cómo se va transformando en ese recorrido. Así, de intentar tan sólo sobrevivir, pasa a descubrir un negocio rentable que explota bastante impiadosamente (“No estoy haciendo caridad” dirá en algún momento, frente a alguien que no tiene dinero suficiente para pagar la membresía). Y luego, mientras más investiga, más vive y más debe luchar contra reglamentaciones y controles en ocasiones absurdos, su actividad se va volviendo una verdadera causa que vale la pena defender en nombre de todos y frente a quien sea. De igual manera, para montar su organización elegirá inicialmente al socio más improbable: un travesti que le resulta despreciable pero le provee muchos y buenos clientes. Y su mirada sobre ese ser humano se irá modificando para terminar considerándolo un socio, un compañero y finalmente casi un hermano de la vida.
La película tiene aciertos por donde se la mire. La narración avanza por capítulos, cada uno de los cuales culmina con un corte brusco a negro, con indicación del día, los meses, los años transcurridos. Esto no es azaroso, ni tampoco lo son la duración de cada uno de los fragmentos del relato y la velocidad con que evolucionan: durante el primer mes los cortes se suceden cada vez con mayor rapidez, lo cual sugiere la marcha acuciante del tiempo que se acaba, sobre todo al acercarse el día 30. Más adelante, esos capítulos se van extendiendo. De esta manera, el manejo del tiempo cinematográfico está cargado de significación y aporta sentido al relato, porque son las expectativas y la esperanza las que también se extienden, y la vida de Ron la que adquiere mayor continuidad.
El manejo del clima es otro punto destacable: el extremo dramatismo que implican la enfermedad, el deterioro físico y la muerte funciona en un delicado equilibrio con el afán de supervivencia y el espíritu de lucha de los personajes. Debilidad y fortaleza se retroalimentan mutuamente. Todo coronado por el perfecto contrapunto logrado entre los dos personajes centrales, quienes sin duda merecen un párrafo aparte. Matthew McConaughey abandonó al galán fornido y sexy y perdió más de 20 kilos de peso para interpretar a Ron Woodroof, en una transformación física impactante, similar a la producida por Christian Bale en El luchador (The fighter, 2010), que le valió en aquel entonces el Oscar como mejor actor secundario. Jared Leto hizo algo parecido para ponerse en el cuerpo esquelético de Rayon. Y los dos agregaron a sus físicos dos interpretaciones fenomenales y una gran química, producto de la cual, la relación de un recio hombre del rodeo con un travesti explosivo y encantador resulta auténtica, con momentos de discusiones desopilantes (casi de pareja) y otros de sentida lealtad y profunda amistad y emoción.
Woodroof es un caso perdido, que se empeña en prolongar su vida miserable y, en el intento, literalmente se salva. La escena en que Ron, en la clínica de México, entra al recinto lleno de mariposas con las que el médico está experimentando y cientos de ellas se posan sobre su cuerpo es por demás ilustrativa de la idea, además de una buena muestra de hasta qué punto logra Jean Marc-Vallée que las imágenes hablen por sí mismas: el cowboy rústico y duro, que no solía tener una pizca de sensibilidad, se deja abrazar por las mariposas porque reconoce en ellas algo sanador.
Asimismo, la última imagen del film, en la que se lo ve montando un toro y manteniéndose en el lomo del animal enloquecido sin caer, sugiere de manera elocuente que la muerte, aún cuando lo alcanza, no logra vencerlo. Su vida termina apagándose con una dignidad que era inimaginable antes de atravesar su largo calvario. Como buen vaquero, como él lo deseaba, Ron consigue al fin morir con las botas puestas.