Otra mente brillante
Turing es interpretado por Benedict Cumberbatch, el galán intelectual que en un período de tiempo relativamente corto ha sido la voz y cara de Joseph Hooker, Stephen Hawking y Sherlock Holmes: figuras importantísimas en los campos de la física cuántica, la biología y la deducción. Ahora es Alan Turing, padre de la inteligencia artificial. Cuando no da vida a las mentes más brillantes de la historia o la literatura – usualmente con una dosis de ineptitud social – se avoca a personajes narcisistas como Khan, Julian Assange o, por qué no, el dragón Smaug.
Turing según Cumberbatch es una mezcla de ambas cosas, pero lo que separa su interpretación de las demás es la vulnerabilidad y la emoción que brinda al papel. Por debajo del genio yace la frustración que siente con sus pares, la aflicción de un terrible secreto, y el pavor de ser descubierto y reprimido por ello.
Turing narra desde la mesa de un interrogatorio policíaco en 1951 sobre su involucramiento “off the record” en la guerra, de 1939 en adelante. Allí se entrevista con Denniston (Charles Dance, excelente como un solemne oficial victoriano) y el capo de la incipiente MI6, Menzies (Mark Strong, siempre cool y con un dejo de diversión). Tienen un trabajo para él: quebrar la máquina Enigma, el aparato codificador que los nazis emplean para enmascarar sus mensajes. El tema es que todas las medianoches la clave cambia, rindiendo completamente inútil el trabajo de todo el día. Tarea sísifa que recuerda en principio al rizo temporal de Hechizo del tiempo (Groundhog Day, 1994), excepto que las muertes que los Aliados sufren en el campo de batalla todos los días se suman, no se reinician. “Ahí va otro,” ilustra Menzies, mirando el segundero de su reloj.
La idea de Turing involucra crear una proto-computadora capaz de descifrar el código en menos de un día. Esto representa una solución costosa y oblicua para la vieja escuela que financia sus actividades, de manera que la carrera no sólo es contra el tiempo sino contra los propios mecenas de Turing. En realidad no hay indicio de que Turing haya tenido semejantes roces con sus superiores, ni que se haya comportado con semejante autismo hacia sus colegas, y de hecho fueron científicos polacos quienes legaron la investigación sobre la cual Turing basó sus planteos. Pero estos cambios no son gratuitos, sino necesarios para desarrollar el conflicto de la historia.
A veces la película recuerda a una de esas biopics dóciles que solían pasar por Hallmark, en las que un joven visionario chocaría contra la retardada sociedad victoriana pero triunfaría de un modo u otro por el mero hecho de trascender en el imaginario popular, quizás ganar un Oscar o dos. Este es el aspecto más aburrido y predecible de El código Enigma. El personaje de Keira Knightley yace entre el cliché y la originalidad: por un lado se suma inocentemente al desafío de las convenciones victorianas (“¿Una mujer trabajando con un hombre? ¡Prepóstero!”), y ya sabemos todos dónde lleva este camino. Por otro lado comparte algunas escenas verdaderamente bellas y significativas con Cumberbatch, y ambos poseen una gran química que para variar no va por el lar romántico.
Por supuesto que Turing merece toda la reivindicación que pueda conseguir luego de cómo su país le trató terminada la guerra en pos de un estúpido escándalo sexual (recién el año pasado la Reina le pidió perdón). Pero la película va más allá del réquiem gracias a la actuación de Cumberbatch – posiblemente su mejor a la fecha, al menos en la pantalla grande –, los intérpretes secundarios y la sorprendente intensidad de un thriller de espionaje ambientado principalmente en dos cuartos y un garaje.