Si uno imagina el clásico personaje de matemático genio y antisocial, seguramente se imagine al Alan Turing de El código Enigma. El guión de Graham Moore y la carne de Benedict Cumberbatch no se apartan ni por un segundo de lo que dicta la receta y hay que reconocer que mal no les fue porque los dos resultaron nominados al Oscar.
La película se centra en el trabajo de Turing en Bletchley Park, la central del gobierno del Reino Unido donde se descifraron las comunicaciones secretas de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, pero también cuenta con algunos flashbacks de la infancia del matemático y también algunas secuencias posteriores a la guerra, cuando fue acusado por “actos homosexuales”.
Hay una secuencia que ilustra muy bien la elementalidad con que está encarada la historia. Turing se lleva mal con sus compañeros de trabajo y por eso ellos no lo ayudan a desarrollar la máquina para descifrar el código. Su compañera Joan Clarke (Keira Knightley) le dice que por más genio que él sea, necesita ayuda, y que para que los demás lo ayuden les tiene que simpatizar. Al día siguiente, Turing cae con una bolsa de manzanas para repartir entre sus compañeros. “Me sugirió Joan que les regale algo”, dice.
El efecto de comicidad surge por la contraposición entre complejidad de la que es capaz Turing cuando piensa en números y su extrema sencillez cuando de relaciones sociales se trata. Turing sigue el consejo de Joan tan al pie de la letra que pretende que a cambio de unas manzanas, sus compañeros de trabajo cambien de actitud hacia él. La gente se ríe en esta escena –ví la película en una función del Cineclub Núcleo repleta de ancianos fáciles de convencer– pero lo que resulta ridículo es que en la escena siguiente vemos que, efectivamente, sus compañeros de trabajo cambian de actitud hacia él gracias a que les regaló una manzana a cada uno y así, si en la escena anterior el público se reía de Turing, los ecos de esa misma risa en la escena siguiente tienen otro objeto: el guión y la película misma.
Me detengo, quizás por demás, en esa escena sólo como un ejemplo: toda la película es así. La homosexualidad de Turing, uno de los temas principales de la película, está contada con un flashback que no puede más de obvio (¿Por qué le puso Christopher a la computadora? Adivinaron.) El machismo de la sociedad inglesa de los años ‘40 se explicita –y se subraya– en una escena pero después la película se olvida y el personaje de Joan ya no tiene ningún problema pero tampoco colabora demasiado con el equipo y se transforma apenas en el love interest (relativo, claro) de Turing, con lo cual vemos que el machismo de la sociedad inglesa de los años ‘40 permanece en algunos guionistas ingleses de la segunda década del siglo XXI. O ni tanto: quizás es lisa y llana incompetencia.
Lo que salva un poco a la película son ciertos diálogos filosos entre Turing y su jefe, el comandante Denniston (un espléndido Charles Dance, el Tywin Lannister de Game of Thrones, a quien quiero ver más seguido en esos papeles de malvado estricto), sobre todo al principio de la película. Pero después la historia se pierde en esas cuestiones “importantes” que pretende tratar y nunca lo hace con profundidad. El director noruego Morten Tyldum hace lo que puede con el material y su trabajo es correcto pero deslucido. Que esté nominado al Oscar él y hayan dejado afuera a Clint Eastwood y a Damien Chazelle es algo que no voy a entender jamás.