Juego de espías.
La tendencia ostentosa por reivindicar universalmente biopics clásicas tiene como consigna primordial imitar la veracidad con tintes de parafernalia para así hacerse de una reputación académica que devenga en un producto galardonado. La dimensión barnizada de El Código Enigma funciona como una carcasa elegante para tunear con acento pictórico una trama agria sobre el espionaje de antaño y la creación clandestina de un aparato revolucionario por parte de un antisocial superdotado. Pero la figura pomposa de esta maraña conspirativa procesada por un aura romántica y golpes sentimentalistas no empaña el poderío de una obra que cautiva de principio a fin con un atractivo de actuaciones afiladas.
Durante el régimen del nazismo, un criptólogo amanerado de una altanería paqueta llamado Alan Turing (el demoledor Benedict Cumberbatch) se ofrece como voluntario en los servicios de inteligencia británicos para ayudar a descifrar los mensajes codificados del bando enemigo. Aislado del selecto grupo prodigioso que se toma la tarea como una actividad desafiante para la mente humana, Turing busca desarrollar una maquinaria capaz de romper instantáneamente con el cifrado alemán conocido como Enigma y boicotear los ataques nazis. Rodeado de colegas masculinos y ocultando su orientación homosexual, se le presentará un conflicto científico trabado por soplones diplomáticos y teorías descartadas; todo junto a su confidente femenina Joan Clarke (la siempre atemporal Keira Knightley), quien alienta con esmero su maniático proyecto.
Este encargo en manos del noruego Morten Tyldum avanza sobre una estructura fragmentada en diferentes etapas para remontarnos a tres períodos específicos en la vida de Turing. El relato parte desde la investigación policiaca que indaga su vida privada a comienzos de los años cincuenta para luego retroceder al dilema central que se sucede durante la Segunda Guerra Mundial y la instancia adolescente en donde es influenciado por el sentimiento amoroso hacia otro estudiante. Un contorno disgregado que sirve para documentar los inicios analógicos de la informática, apartándose del escenario bélico y transportándonos al interior de un campus administrativo donde se pone en práctica la resistencia, pero desde una posición intelectual que trabaja en equipo.
La tracción radiante ejercida por Cumberbatch para personificar al ídolo matemático que reacciona bajo estímulos programados es de una categoría magistral. Estos síntomas egoístas constantes en su personalidad impenetrable denotan un resentimiento social que parece contradecirse con el acto heroico que finalmente ayuda a sintetizar el drama bélico y detener la matanza genocida. Paralelamente a esta paradoja moral, evidenciamos que la indiferencia institucional, el machismo de época, el prejuicio homofóbico y el clientelismo burocrático son las verdaderas denuncias discretas en el afinado guión de Graham Moore.
Además del trabajo impecable por parte de Cumberbatch (que acá alterna su postura andrógina en pos de una actuación refinada), se acopla el ímpetu estilizado de Knightley y los tremendos refuerzos actorales de Matthew Goode, Mark Strong y Charles Dance. En su propuesta reconstructiva sobre el bautismo trágico y secreto de la inteligencia artificial que permitió el advenimiento de las computadoras, Tyldum maneja la risa light y el timing clasicista de forma tal que El Código Enigma no se vuelva un plomo industrial, y entendiendo cómo es esto de jugar al promotor storyteller para las grandes empresas.