El genio que ganó una guerra
Estamos en una temporada llena de biopics y cintas “basadas en hechos reales” que disputarán premios de la Academia de Hollywood (que ama estas obras; por algo al cine se le llamaba “biógrafo”): cuatro van por la Mejor Película y todos los que compiten por Actor Principal (menos Michael Keaton de “Birdman”) interpretan personajes históricos: Steve Carell a John E. du Pont en “Foxcatcher”, Bradley Cooper a Chris Kyle en “Francotirador”, Eddie Redmayne a Stephen Hawking en “La teoría del todo” y Benedict Cumberbatch a Alan Turing en “El código Enigma”.
Una de las ventajas de estas películas es el rescate de figuras desconocidas para el gran público, aunque Turing nunca fue olvidado por la ciencia. Fue un matemático de personalidad conflictiva, como la de muchos genios que además saben que lo son. Fue homosexual en tiempos en que en Gran Bretaña era delito, por lo que fue puesto a elegir entre la cárcel y la castración química; optó por esta última para poder seguir trabajando, pero los efectos secundarios del tratamiento lo llevaron al suicidio.
De todos modos, en 41 años se hizo tiempo para ser pionero de las “Turing machines” (las primeras computadoras) y creador del Test de Turing para probar la inteligencia de una máquina: ese es el “juego de imitación” del que habla el título original y que es disparador en el interrogatorio que habilita el relato.
Hilos en el tiempo
La construcción narrativa es compleja: parte de un presente (el descubrimiento de la “indecencia” del científico) para de ahí moverse entre los años formativos (de la personalidad y de su identidad sexual) en tiempos de la secundaria, y el corazón de la historia: el período de la Segunda Guerra Mundial, cuando es convocado para sumarse al “proyecto Benchtley”, la decodificación del código Enigma, un sistema mecanizado de encriptación que la Alemania nazi usaba para comunicarse, con millones de variables rotativas imposible de romper para criptógrafos humanos.
El filme muestra los diferentes momentos de esa guerra de escritorio, que incluyó la construcción de una máquina criptográfica, las peleas y negociaciones con sus superiores y con el equipo de colaboradores. Entre éstos, el guión de Graham Moore sobre libro de Andrew Hodges destaca a Joan Clarke, una matemática discriminada por la academia de entonces por su condición de mujer, otra “discriminada” que hará una buena química con Turing, una pareja unida por el intelecto. Finalmente habrá un segundo “presente de la narración”, que da cierre a la biografía.
Esa urdimbre de las temporalidades, bien llevadas por el noruego Morten Tyldum, sostiene muy bien las tensiones y distensiones, construyendo al personaje como un rompecabezas, o como los crucigramas que tanto le gustaban. Hay algo de desciframiento, de desencriptación paulatina, detrás de este inadaptado social, cuyas “anormalidades” (dirá Joan) son las que lo hicieron el héroe anónimo que fue. Hay “elegancia” en el tema de la sexualidad (evitando la sordidez posible y yendo por la idealidad del “amado inmortal”) y eficiente al mostrar, en varios casos con material de archivo, la guerra “real”, con sus bombardeos, sus soldados mutilados, sus barcos hundidos. Eso es clave para no perder la perspectiva de la urgencia y a la vez las difíciles decisiones más tarde.
Genio y figura
Todo esta maquinaria no funcionaría sin el engranaje principal: la actuación de Benedict Cumberbatch, un intérprete que vuelve a mostrar maestría en la composición del genio que se lleva mejor con números y máquinas que con la gente, pero que logra ponerse un equipo al hombro. Merecida podría ser la estatuilla, aunque muchos apuesten por Redmayne.
Keira Knightley no le va en zaga en cuanto a su interpretación de Clarke, más allá de que es de esas actrices que iluminan la pantalla con sólo una de sus sonrisas, de ésas en las que luce sus dientes superiores y su labio inferior.
Se lucen también Matthew Goode como el ajedrecista Hugh Alexander (la contracara de Turing, seductor y sanguíneo) y Charles Dance como el detestable comandante Denniston (el marino que busca acabar con el matemático). Alex Lawther plasma con su rostro los padecimientos del Alan adolescente, que se convertirá en el futuro rostro inexpresivo del adulto.
Junto a ellos, Mark Strong compone un oscuro Stewart Menzies (el agente del por entonces más secreto MI6, la conexión de Turing con el máximo nivel político) y Rory Kinnear puede mostrar algunas trazas de humanidad en su detective Robert Nock, el que sin querer expone al genio al escarnio público.
El cambio de las ideas sobre las identidades, junto a la desclasificación de los archivos, permite hoy que las masas conozcan a este personaje, “perdonado” y honrado por la reina Elizabeth recién en 2013. Aunque a veces demasiado tarde para ellos, la historia sabe dar su lugar a los que ayudaron a escribirla.