A algunos genios se los reconoce en vida, a otros se los celebra tardíamente cuando ya no pueden escuchar los aplausos y a otros, directamente, se los mantiene ocultos por medio siglo bajo el rótulo de “Secreto de Estado”. A ésta tercer categoría perteneció Alan Turing, el simbólico padre de la computación moderna, que con su máquina de descifrar códigos llamada Cristopher, no sólo hizo uno de los aportes más significativos al Siglo XX en cuanto a tecnología se refiere sino que, además, logró salvar la vida de millones de personas en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial.
El Código Enigma es, en orden de estreno, la segunda biografía (o biopic, en la jerga hollywoodense) que compite por el Oscar a mejor película este año, siendo la primera La Teoría Del Todo, basada en la vida de Stephen Hawking. Una diferencia crucial, sin embargo, juega a favor de la película sobre Turing dirigida por Morten Tyldum en detrimento de aquella que narra las relaciones amorosas de Hawking: aquí lo que importa es el contexto, el invento y sus enormes logros, y en un segundo plano, la sufrida vida del protagonista, mientras que en el otro caso, los avances de la ciencia son apenas anecdóticos.
No por ello, sin embargo, El Código Enigma es una obra carente de sentimientos humanos, sino más bien todo lo contrario. La vida de Turing, interpretado aquí con grandeza por Benedict Cumberbatch estuvo siempre marcada por la introspección, la soberbia y un hermetismo al borde de la misantropía que radicaba en un secreto fuertemente guardado: su homosexualidad, acaso un crimen inadmisible para la Inglaterra de mediados de siglo pasado. Éste y otros silencios hicieron de la vida del matemático un verdadero infierno, que le llevaron hasta a ser sospechado un espía del bando soviético. El imperio británico, aún así, no tuvo otra opción más que concederle sus demandas para vulnerar el sistema de encriptado nazi llamado Enigma, una máquina prácticamente indescifrable que albergaba, día tras día, los comunicados y estrategias oficiales del Ejército Alemán. Información valiosa que, claro, en las manos adecuadas tenía el poder de finalizar la Guerra.
El Código Enigma es un título mal adaptado del original The Imitation Game (“el juego de la imitación”) que no hace justicia a la frase de Turing, cuando esboza las borrosas y ténues diferencias que pueden a veces haber entre una máquina y un ser humano. Diferencias que, aún desde la prehistoria tecnológica, esbozan principios fundamentales de la computación como hoy la conocemos.
Tyldum, un director noruego experimentado que venía de otra interesante película como Headhunters (Cacería Implacable, 2011), da un enorme salto al cine comercial internacional con esta notable película que comprende las virtudes del género biográfico, sin olvidar jamás el entretenimiento ni descuidar el aspecto histórico. El Código Enigma se convierte así en uno de los estrenos más disfrutables de esta temporada de premios, sin la necesidad de efectismos ni golpes bajos.