El profanador
Casi once años tuvieron que pasar para que Sergio Wolf volviera a tomar las riendas en la dirección y así concebir un documental tan fascinante como el anterior Yo no sé que me han hecho tus ojos (2003) en codirección con Lorena Muñoz. Apenas entre aquella obra y esta más reciente El color que cayó del cielo –presentada en el último BAFICI- existe cierta vinculación en relación al descuido o nula preservación del pasado, la historia y el patrimonio nacional.
Si en la peripecia casi detectivesca de reconstrucción de la mítica Ada Falcón se vislumbraba la huella de lo perdido en materia de archivos o datos del pasado también la contraparte de los mitos que se tejían alrededor de su figura y su misteriosa desaparición abrían las puertas a diferentes subtramas que rozaban elementos de la ficción para despojarse concienzudamente de la rigidez documental. Y es en ese sentido, en ese difuso pero maravilloso terreno de ambigüedad, donde crece el nuevo opus del crítico, cineasta, investigador Sergio Wolf al tomar de referencia la apuesta a lo sagrado versus lo profano en el contexto de la búsqueda de meteoritos en suelo argentino, en la que se involucra la ciencia, el mito, las leyendas, la mercantilización, el vil negocio por encima de la historia y sus raíces invisibles con algo más grande que una mera suma de dinero.
Cuatro mil años marcan el eje de esta aventura y el reconocimiento de una leyenda de los mocovíes que narra la lluvia de fuego cuando según sus creencias el sol cayó a la Tierra desde el cielo en dos oportunidades. Así, lo representa un fragmento del film La nación que cayó del cielo, de Juan Carlos Martínez, película artesanal que Wolf toma de referencia para introducir apuntes históricos donde se mezclan nombres y relatos de expediciones en busca de un meteorito por sus propiedades ricas en metales.
Del expedicionario español Rubín de Celis en el siglo XVIII hasta el aporte testimonial de algunos lugareños, el documental se nutre de toda la información necesaria para poner en contexto la historia y así avanzar hacia su verdadero propósito: la presentación de dos personajes antagonistas diferenciados entre otras cosas por un sentido metafísico y hasta ético. Como en toda ficción que se precie el contraste y la dialéctica son clave para el buen desarrollo de la trama pero también la exposición conceptual de un héroe y un villano lo suficientemente sólidos como para hacer de esa distancia infranqueable el verdadero camino a recorrer.
La inteligencia del realizador obedece en primera medida en haber encontrado un villano excéntrico como el profanador de meteoritos más conocido en el mundo, el norteamericano Robert Haag, preso de su vanidad ante la cámara de Fernando Lockett y la curiosidad incipiente del director, que sabe cómo y cuándo hacer las preguntas para que el frio dealer de rocas del espacio muerda la carnada y desnude su ego. Y en ese juego de seducción entre personas y personajes emerge el superhéroe de esta historia: Bill Cassidy, un anciano adorable, humilde, meticuloso que dedicó parte de su juventud al recuento y estudio de meteoritos en Campo del cielo, ubicado en la provincia de Chaco; tomó contacto con los originarios del lugar para aprender sus costumbres y luego tras la indiferencia estatal y provincial se abocó al estudio de la Antártida.
En esa segunda parte de El color que cayó del cielo se concentra su mayor riqueza porque los meteoritos y su descubrimiento pasan a un segundo plano en base a los diferentes emprendimientos y motivaciones personales que acercan o ejercen una atracción magnética frente al profanador Hagg, al profesor y estudioso Cassidy cuando no debería descartarse aquella fascinación de Sergio Wolf por encontrar estas historias que lo condujeron por ejemplo a la guarida del antagonista en Tucson (Estados Unidos) o a la feria de Tokio donde se comercializan fragmentos de rocas celestiales como las encontradas en Chaco o en Esquel, piezas invaluables desde el punto de vista geológico que han llenado el bolsillo de Hagg para quien Argentina representa una asignatura pendiente al frustrarse su intento en 1990 de transportar un meteorito de 37 toneladas para comercializarlo en el mercado negro.
Ese magnetismo de los metales o el reconocimiento de lo extraterrestre entronca perfectamente con los fines y los medios siempre que se lo observe desde la distancia adecuada como es el caso, pero con la sensibilidad intacta y el sentido de la observación alerta para tomar prestado de la naturaleza imágenes de amaneceres, cielos u ocasos de una belleza extrema; redondear así el círculo entre el mito, su representación y la historia en un documental atrapante y distinto.