Enfundá la mandolina, ya no estás pa’ serenatas
En películas previas, el realizador rumano Radu Mihaileanu (Bucarest, 1958) había logrado tratar la condición judía en sus costados más paradójicos, echando mano de ciertas tradiciones narrativas populares. Dicho esto tanto en términos de géneros (la comedia de simulaciones, la picaresca, el melodrama sentimental) como de estilo, que aún con algunos barquinazos conseguía fusionar lo cómico con lo trágico-histórico. En El tren de la vida (1998), un grupo de judíos de Europa Central urdía, en tiempos del nazismo, una deportación simulada como modo de evitar la verdadera, pero terminaba chocando de frente con el tren de la historia. En Ser digno de ser (2006), un niño etíope cristiano, hecho pasar por judío, se topaba con la intolerancia religiosa, en un Israel que lo acogía para después rechazarlo.
En El concierto, Mihaileanu vuelve a intentar cruzar comicidad y tragedia, picaresca e historia, absurdo y sentimentalismo, pero esta vez fracasa estentóreamente. Allí donde la frescura, la eficacia o la ambición permitían disimular torpezas, simplificaciones y grosores, ahora la ecuación se invierte, con resultados que merodean el desastre a toda orquesta.
Desde el comienzo se fuerza al espectador a suspender su incredulidad, no una sino mil veces. Joven prodigio de la dirección musical, treinta años atrás la carrera de Andrei Filipov se truncó de golpe, cuando el mismísimo Leonid Brezhnev ordenó destituirlo del Bolshoi. La razón: haber salido en defensa de un par de músicos judíos de la orquesta, acusados de “sionistas y enemigos del pueblo”. Ahora, Filipov sigue trabajando en el Bolshoi... como limpiapisos. ¿No bastaron la caída de la URSS, la glasnost, la perestroika y la mar en coche para redimirlo? Por lo visto, no. Teniendo en cuenta que Andrei no pasa de los cincuenta y pico, ¿podía dirigir la orquesta de la sala oficial, en plena gerontocracia soviética, siendo apenas un veinteañero? El espectador no llega a contestarse esas preguntas que ya se está haciendo otras, porque el encargado de la limpieza acaba de interceptar un fax de una importante sala de conciertos parisiense, invitando a la orquesta del Bolshoi a presentarse allí. Andrei hace desaparecer el fax y sale a reunir a sus antiguos músicos, con la intención de simular ser la orquesta oficial e interpretar, finalmente, aquella página que el dictador de las cejas gruesas arrancó de raíz a fines de los ’70: el Concierto para Violín y Orquesta de Tchaikovsky, al que Filipov considera “el” concierto.
¿Cómo harán Andrei y sus muchachos para trasvestirse por los otros? ¿Qué pasaportes presentarán en aduana? ¿El administrador de Le Châtelet no sabe que al ruso que se le hace pasar por su par lo echaron hace añares? ¿Ignora acaso que lo único que Filipov empuñó en las últimas tres décadas no fue la batuta, sino el escobillón? ¿No le anda la conexión de Internet como para hacer un mínimo chequeo de datos? Todo ese (in)verosímil se podría dejar de lado si la película jugara con coherencia la carta de la comedia rusa alla italiana, que en sus comienzos parecería querer barajar. Pero no: en medio de todas esas licencias, a Mihaileanu se le ocurre incrustar un melodrama político-humano-histórico-racial, con músicos judíos deportados a Siberia en tiempos de la URSS y una hija perdida, recuperada, enviada a París y actualmente violinista eximia, que resultará... No se puede contar más, porque a pesar de esta crítica algún lector querrá ir a verla y se merece al menos una mínima sorpresita o golpe bajo.
Sí se puede contar que hay una segunda subtrama en la que un grupo de nostálgicos gerentes quiere restablecer el comunismo, un montón de peroratas anticomunistas en boca de los personajes (y otras tantas sobre el arte como elevación y hasta superación del comunismo), subrayados verbales a montones, actores cómicos como de mal teatro amateur, estereotipos raciales que justificarían una sucesión de juicios del Inadi, unos horribles flashbacks con esfumados en blanco y negro, coros rusos para intensificar los momentos más lacrimógenos y una orquesta que, sin un solo ensayo previo, ejecuta de modo tan sublime el Concierto Nº 35 de Tchaikovsky que hace llorar tanto al temible administrador de Le Châtelet como al más duro crítico musical de toda Francia.