Ser digno de ser: cuando mueren las palabras
El director de la emotiva Ser digno de ser (Va, vis et deviens, Francia-Bélgica-Israel-Italia, 2006) vuelve a crear en la segunda hora de El concierto un clima empático similar al de aquella película, aunque esta vez alcanza una elaboración mayor y su realización tiene más complejidad. Tanto en esta oportunidad como en Ser digno de ser se roza el melodrama, al que no hay que confundir con telenovelón.
En la primera hora se expone una comedia coral muy veloz y casi disparatada que, a juicio de este crítico, no acierta con el tono, aunque es muy llevadera. Se mezcla la estructura del conocido camino del héroe con el trasfondo de la Rusia actual, país que no dejará fácilmente atrás ni el siglo de comunismo que tuvo, ni muchos otros más de autocracias. Quizá se exagera con giros extremos del relato y situaciones que llevan a los personajes, en el “momento negro” de la trama, al borde de incredulidad, donde el nivel de exasperación es a veces fatigoso (aunque no traidor del desborde propio del “alma rusa”).
El mencionado camino (o viaje) del héroe fue la estructura narrativa empleada en historias como la de La guerra de las galaxias, El hombre araña 1 y Estación Central, donde una persona común deviene héroe, con los debidos pasos de su transformación. Pero su mero empleo no garantiza el éxito; según cómo se lo maneje y los elementos nuevos que se empleen habrá interés del espectador o fiasco.
Pero contra la sensación de pesadez que domina la historia a mitad de su recorrido, Radu Mihailenau -tanto en su función de director como guionista- supera holgadamente la prueba, cambiando el género hacia un drama sentimental, a partir del diálogo en un restaurante del protagonista con su primera violinista. Lo logra dosificando escenas como esa y con la calibrada aplicación de recursos tan ingeniosos y funcionales como adelantar el epílogo mediante flashforwards, haciendo uso del quiebre espacio-temporal que le permite la continuidad de la música en la larga secuencia final (en ella se interpreta el conocido concierto para violín, en re Mayor, opus 3, de Tchaikovsky, detonante de toda la trama).
El “alma rusa” se manifiesta en las brillantes actuaciones de Aleksei Guskov (el frustrado director de orquesta que hace su viaje de héroe, aunque no tanto, porque es una película europea) y de Dmitri Nazarov, su chelista y compañero en el trayecto.
Aunque no se abusa de ella, la música siempre está, como ese lugar “donde mueren las palabras” y se calman las fieras (léase, pasiones humanas). No es menor para el aporte de la emoción final la música de Tchaikovsky y la calidad de su interpretación; pero su valor agregado es que el contrapunto donde el moderno aspecto visual (y su resultado audiovisual) y la música encuentran ese “volar hasta la última armonía” de la que habla el personaje protagonista, en su lucha para lograr ser digno de ser.