Amor en fuga El amor viene, el amor se va. Así puede sintetizarse (torpemente) este triste San Valentín (Blue Valentine). Es la historia vivida por muchos. Tal vez la ilusión romántica del amor eterno, que se hace pedazos por medio de un factor: “el tiempo lo arruina todo”, como planteaba Gaspar Noé en Irreversible. ¿Es destino fatal o una situación que no cuaja con gran parte de la humanidad? Podrá taparse o ponerse a la vista cuando, por cansancio, hartazgo, exceso de optimismo en el cálculo o, simplemente, incompatibilidad, el amor se acaba. Y empieza el dolor, la denigración mutua. Cuando se trata de buena gente, como los personajes que protagonizan de la película, el dolor duele más. Ellos dice que no saben qué hacer, se declaran impotentes, desconocedores, de cómo poder salir de la fea situación que precede a separarse. Ryan Gosling y Michelle Williams, ambos nominados para los Globo de Oro y los Oscar, llevan adelante esta dolorosa historia. Una firme dirección de Derek Cianfrance, quien también intervino en el guión, hace ascender lentamente las situaciones hasta llegar a un fuerte clímax, que la antes mencionada mayoría (tal vez) de la humanidad conoce bien. El empleo, en casi todo el film, de potentes teleobjetivos, con el consiguiente efecto de aislamiento de los personajes, sumidos casi siempre en las brumas del fuera de foco, no hace sino dar el marco visual conveniente para los altibajos propios de lo que se cuenta. Los primeros momentos contrastan con los últimos, actuando todo como un gran espejo que el que, sin ojo crítico, reiteramos que muchas personas revivirán situaciones (placenteras y patéticas) bien conocidas, aunque no muchas veces mostradas con la sencillez que maneja el director Cianfrance. Es un espejo, en el que no cuesta mirarse ni identificarse. No actúa como sermón, ni toma una postura. ¿La transparencia que para el cine planteaba André Bazin por otros medios?
Preguntas sobre lo agridulce En 2003 los EEUU entraron en guerra con el fin de derrocar a Saddam Hussein como mandatario de Iraq. Tras ocho años los norteamericanos no se han ido de allí, así como tampoco de Afganistán. En nuestros días, al igual que ayer, otros países están en la misma campaña, como es el caso de su mejor socio, el Reino Unido. El nuevo objetivo es Libia, donde también se trata de echar a un tirano y darle la libertad a su pueblo... Pero, ¿hay otras causas por las cuales están allí tanto los estadounidenses como sus aliados? ¿Podría pensarse, como bien lo retrató Bertold Brecht en su "Madre Coraje", que hay un valor añadido a la guerra que son los negocios que derivan de ella? El de la reconstrucción sería el más obvio de todos? Aunque, ¿habrá otro más fuerte, más vital, más necesario, más de supervivencia, como sería asegurarse de algún bien imprescindible para la vida, por lo menos tal y como se la concibe hoy? El petróleo (o algún derivado) parecería ser la respuesta y el elemento común que tienen los territorios como Iraq, Afganistán o Libia (este último con las mayores reservas de África). ¿Por qué en Poder que mata nunca se menciona, ni siquiera lateralmente, así sea para refutarla, que la causa de la invasión a la tierra de los orígenes de la civilización humana pudo haber sido económica, con el oro negro en primer plano, y no un “exceso de celo” sobre la posibilidad (bajísima, tal como lo propone la película que nos ocupa) de que el ex régimen autárquico de Bagdad tuviese armas de destrucción masiva? ¿Por qué la Casa Blanca se enoja tanto con el personaje que encarna Sean Penn (tan convincente y sólido como es habitual) cuando denuncia en TV que tales armamentos no existen? Y aquí aparece el sabor agridulce que es posible que le quede a algunos espectadores del filme, ya que si bien el aspecto humano de la injusticia que sufre la pareja protagonista (muy bien tratado desde el guión y la realización) tiene el telón de fondo político del poder y su abuso en la era Bush, parecería que algo le faltase a la trama, que un dato no dicho estuviese latente, y como seguramente haría un chico, esos espectadores podrían preguntarse por qué los aliados fueron a Iraq, además de a derrocar a un gobernante despótico. Esa ausencia no le quita brillo al ritmo del film, ni a los aciertos de guión y puesta en escena, como ni tampoco a la también buena actuación de Naomi Watts, que interpreta con verosimilitud a la real agente de la CIA, que aparece al culminar la película, cuyo caso verídico es el que se cuenta. Y se lo cuenta bien, tan bien y con datos tan interesantes que un espectador distraído puede no darse cuenta que algo falta; ... pero ese silencio provoca mucho ruido.
Ser digno de ser: cuando mueren las palabras El director de la emotiva Ser digno de ser (Va, vis et deviens, Francia-Bélgica-Israel-Italia, 2006) vuelve a crear en la segunda hora de El concierto un clima empático similar al de aquella película, aunque esta vez alcanza una elaboración mayor y su realización tiene más complejidad. Tanto en esta oportunidad como en Ser digno de ser se roza el melodrama, al que no hay que confundir con telenovelón. En la primera hora se expone una comedia coral muy veloz y casi disparatada que, a juicio de este crítico, no acierta con el tono, aunque es muy llevadera. Se mezcla la estructura del conocido camino del héroe con el trasfondo de la Rusia actual, país que no dejará fácilmente atrás ni el siglo de comunismo que tuvo, ni muchos otros más de autocracias. Quizá se exagera con giros extremos del relato y situaciones que llevan a los personajes, en el “momento negro” de la trama, al borde de incredulidad, donde el nivel de exasperación es a veces fatigoso (aunque no traidor del desborde propio del “alma rusa”). El mencionado camino (o viaje) del héroe fue la estructura narrativa empleada en historias como la de La guerra de las galaxias, El hombre araña 1 y Estación Central, donde una persona común deviene héroe, con los debidos pasos de su transformación. Pero su mero empleo no garantiza el éxito; según cómo se lo maneje y los elementos nuevos que se empleen habrá interés del espectador o fiasco. Pero contra la sensación de pesadez que domina la historia a mitad de su recorrido, Radu Mihailenau -tanto en su función de director como guionista- supera holgadamente la prueba, cambiando el género hacia un drama sentimental, a partir del diálogo en un restaurante del protagonista con su primera violinista. Lo logra dosificando escenas como esa y con la calibrada aplicación de recursos tan ingeniosos y funcionales como adelantar el epílogo mediante flashforwards, haciendo uso del quiebre espacio-temporal que le permite la continuidad de la música en la larga secuencia final (en ella se interpreta el conocido concierto para violín, en re Mayor, opus 3, de Tchaikovsky, detonante de toda la trama). El “alma rusa” se manifiesta en las brillantes actuaciones de Aleksei Guskov (el frustrado director de orquesta que hace su viaje de héroe, aunque no tanto, porque es una película europea) y de Dmitri Nazarov, su chelista y compañero en el trayecto. Aunque no se abusa de ella, la música siempre está, como ese lugar “donde mueren las palabras” y se calman las fieras (léase, pasiones humanas). No es menor para el aporte de la emoción final la música de Tchaikovsky y la calidad de su interpretación; pero su valor agregado es que el contrapunto donde el moderno aspecto visual (y su resultado audiovisual) y la música encuentran ese “volar hasta la última armonía” de la que habla el personaje protagonista, en su lucha para lograr ser digno de ser.