En la senda del mejor terror
El joven director malayo James Wan se ha convertido en una de las figuras más importantes del cine de terror de la última década y media. Inició en 2004 la saga de El juego del miedo, rodó luego las dos entregas de La noche del demonio y consiguió sus dos mejores películas dentro del género con El conjuro (2013) y esta secuela. En el medio, se dio el gusto de incursionar en la acción vertiginosa con Rápidos y furiosos 7. Si bien no es tan soprendente ni sólida como su predecesora, El conjuro 2 mantiene buena parte de los atributos de la primera entrega y resulta valiosa tanto por lo que logra (asustar con buenos recursos cinematográficos) como por lo que evita (el baño de sangre a pura violencia sádica y el uso subrayado de la música y el despliegue abrumador de efectos visuales como principales argumentos para la construcción de climas).
Wan es un director que cree en el poder de la narración, que pone su oficio al servicio de la película y evita el regodeo. Su cámara en movimiento, sus largos planos secuencia no son meros ejercicios de virtuosismo sino decisiones que apuntan a acompañar a los personajes en sus desventuras paranormales. Más allá de algunas escenas y resoluciones de guión que apuestan por ciertos lugares comunes del terror, en El conjuro 2 nunca impera el capricho ni la arbitrariedad y se recupera el espíritu de clásicos como El exorcista o El resplandor.
Ambientada en 1977 (siete años después de El conjuro), esta secuela -también inspirada en hechos reales- retoma las andanzas de Ed y Lorraine Warren (Patrick Wilson y Vera Farmiga), quienes luego de los eventos de Amityville se han convertido en celebridades mediáticas, aunque -claro- también tienen muchos detractores que los denuncian como farsantes. Lo cierto es que el matrimonio terminará investigando los extraños sucesos en una decadente casa del norte de Londres en la que viven una madre soltera (Frances O'Connor) y sus cuatro hijos. La presencia fantasmal del anterior dueño del lugar y las visiones terroríficas que experimenta sobre todo la menor de las niñas (Madison Wolfe) hacen que los Warren y varios más se interesen por el caso.
La convicción con que Wan moldea cada una de las escenas (la fotografía en pantalla ancha de Don Burgess es un aporte fundamental) y la irresistible química de la dupla Wilson-Farmiga hacen que el espectador se sumerja en los vericuetos de una historia que -más allá de sus algo excesivos 133 minutos- nunca pierde su capacidad de fascinación ni de sugestión. Así, los notables créditos finales encuentran al público con la estimulante sensación de que no todo está perdido en el tan transitado (maltratado) género de terror contemporáneo.