Enfield, en la zona norte del llamado Greater London, bien podría ser un municipio del Gran Buenos Aires. Y más aún en 1977, en el que la situación económica inglesa dejaba a ese país muy cerca de parecerse a uno del Tercer Mundo. Las filas y filas de casas idénticas, de esas que habitualmente asociamos al cine de Ken Loach o Mike Leigh, funcionan en EL CONJURO 2 como un escenario realista para una película de terror que, al menos en los papeles, se basa en un caso verdadero, el llamado “Poltergeist de Enfield” que aterrorizó a una familia inglesa a fines de los ’70.
Secuela de la exitosa EL CONJURO y dirigida otra vez por James Wan, el realizador australiano de origen malayo a quien le debemos títulos impactantes como EL JUEGO DEL MIEDO y LA NOCHE DEL DEMONIO (de la primera saga solo hizo una, de la siguiente hizo las dos), la película lleva a esos escenarios tan británicos a los investigadores paranormales Ed y Lorraine Warren, en lo que es un evidente choque cultural entre estos norteamericanos religiosos y una familia inglesa de bajos recursos, con madre separada e hijos adolescentes un tanto rebeldes. Wan no explora demasiado esos territorios y cuando lo hace por momentos le sale mal (cuando cuela la canción “London Calling”, de 1980, en el soundtrack con un clip convencional del Londres punk de 1977) y en otros, mejor, como cuando respeta las fotos del cuarto real de la protagonista, con posters de David Soul y otras imágenes menos canónicas y estandarizadas de la época.
Pero una vez planteado el universo, Wan se dedica a lo que mejor sabe hacer: espantar y mantener atrapada a la audiencia con sus recursos visuales. Los Warren viajan a investigar si lo que le está pasando a Janet, una de las hijas de la familia, es una posesión demoníaca y, al llegar allá, los especialistas (tras una intro que pasa rápidamente por su caso más famoso, el de Amityville) se encuentran con un problema: no parece quedar claro por falta de evidencias audiovisuales si lo que le pasa a la pequeña es una posesión o un intento más plausible de fabulación familiar para intentar que el Estado los mude a una casa en mejores condiciones.
Ya descubrirán los hilos extraños que aparentemente mueven a esa posesión, algo que el filme se ocupa en detallar tal vez excesivamente por lo que se termina extendiendo por arriba de las dos horas. Pero más allá de los deslices narrativos o las discusiones acerca de la plausibilidad de algunos hechos, donde Wan mejor se maneja es en la creación de estados de tensión. Utilizando planos secuencia intensos que son brutalmente interrumpidos, imágenes que asoman tenebrosamente en la oscuridad, pequeños pero espeluznantes cortes de un par de “fotogramas” dentro de un plano y un uso del sonido tan efectista como efectivo, Wan consigue que la batalla por el cuerpo y la mente de Janet tome características épicas aún cuando solo se reduzca a los límites de una pequeña y destartalada casa suburbana, muy alejada de las mansiones embrujadas del horror inglés de antaño.
Más allá de su excesiva duración, EL CONJURO 2 funciona por donde se la mire y es más que probable que sea la secuela que mejor funcione comercialmente entre las estrenadas este año (vienen de fracasar, al menos relativamente, las de ALICIA EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS, LAS TORTUGAS NINJA y X-MEN, entre otras). No sólo eso, en manos de Wan, es probable que los Warren –interpretados con solidez y una simpática exageración de “americanos tradicionales” por Patrick Wilson y Vera Farmiga– se conviertan en una curiosa franquicia, ya que son varios los casos reales en los que intervinieron. Curiosa, digo, porque son personas de mediana edad cuyo poder más importante está en las visiones de ella y en la portación de crucifijo de él. Pero con eso –y el manejo de los recursos clásicos del género por parte de Wan– les alcanza para convertirse en una suerte de superhéroes de la vieja escuela.