Uno de los que puso la vara alta para que juzguemos no tan positivamente a El Conjuro 2 (The Conjuring 2, 2016) fue el propio James Wan. Cuando el horror agotaba los recursos de la porno tortura que el propio Wan había llevado al mainstream con la primera película de la saga El Juego del Miedo (Saw, 2004), fue su La Noche del Demonio (Insidious, 2010) la que trajo aire fresco al género macabro estadounidense. Fue responsable -en parte, porque la primera Saw era más un thriller que un exponente de horror sádico- de un cambio de paradigma en el horror, y responsable -también en parte- de la renovación del género en el mainstream norteamericano seis años después. Si Insidious le devolvió al género la potencia narrativa y ciertos aspectos lúdicos perdidos (recordemos el genial diablo payasesco, el humo y el rojo furioso que recordaban al terror y a las exploits europeas de los 60 y 70, y algunas escenas de humor que descomprimían la tensión), también volvió a poner de moda al horror diabólico (o cristiano). Siempre si hablamos del horror postslasher americano de las últimas dos décadas, de películas con punto de vista omnisciente y que cuadran dentro de los parámetros superficiales de la narración clásica, y si obviamos la gran cantidad de producciones del falso found, que de El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999) a Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007) ya habían llevado al mainstream a brujas y demonios, pero desde la subjetiva constante.
La primera parte de El Conjuro supo aprovechar esa ola diabólica que el propio Wan había generado y de yapa sacó del prólogo una película más, Annabelle; otra historia relacionada a casos supuestamente verídicos recopilados por el matrimonio Warren, los caza demonios más populares de la historia y semillero para gran cantidad de trasheadas y productos B del género como las dos execrables entregas de The Haunting in Connecticut y las mil y un secuelas de The Amityville Horror. Esta segunda parte se estructura casi de la misma forma que la primera: una familia working class, una casa protagonista donde los ecos de la muerte continúan rebotando por las paredes, una entidad demoníaca que trata de meterse en el cuerpo de una niña, referencias al horror diabólico y espectral de los 70 y los primeros 80, y un prólogo de otra historia, en esta ocasión no de una futura película sino de una pasada: la mencionada The Amityville Horror. El problema de la segunda entrega no lo encontramos en la reutilización de tópicos, ideas y referencias, sino en los agregados conservadores de Wan, quien si bien ya había demostrado ser un tipo algo reaccionario y tradicionalista (pensemos en sus “justicieros” de Saw y Death Sentence), aquí también saca a relucir su conservadurismo en la puesta en escena, y no por ir a la seguridad de la taquilla sino por la sensiblería que introduce en un género que no la necesita. La potencia formal de algunas escenas se diluye en decisiones de marketing que hasta ahora no parecían asomar en el cine de Wan, tal vez reaccionario pero duro, sin concesiones a los mariquitas guardianes de la moral del mundo audiovisual. Esperemos que sólo sea un traspié y no un nuevo cambio de paradigma en su cine y en el horror popular estadounidense.