Dos películas excelentes que están en cartel transcurren en el mismo año: 1977. Y ambas tienen directores tan capaces que pueden incluso recrear un aire de época mucho más allá de los decorados. Son películas actuales, no anacronismos nostálgicos ni ejercicios de estilo oxidados, pero sí tienen el encanto, el poderío del cine de los setenta. Estos milagros se materializan bajo la dirección de James Wan y Shane Black, que ya habían demostrado varias veces su valía en sus carreras. No es sorpresa entonces que El conjuro 2 y The Nice Guys (bueh, acá le dicen Dos tipos peligrosos) sean así de tersas, de excepcionales, de emocionantes. En ellas está el espíritu del cine, que todavía no se rinde.
En El conjuro 2 Wan repite el esquema narrativo de la uno, vuelve a hacer una de terror sin trampas, sin golpes arteros, con una construcción sobria del miedo. Cada secuencia va un poco más allá, construye no sólo la amenaza del mal sino, y sobre todo, la empatía con los personajes, con la familia amenazada y también, y esta vez con mayor importancia, con la pareja de investigadores, los Warren. Lorraine (Vera Farmiga) y Ed (Patrick Wilson) tienen química evidente. Se prueba durante todo el relato, desde el principio, cuando Lorraine empieza con las premoniciones que amenazan a su marido, cuando ambos charlan por separado con la chica que sufre el acoso sobrenatural y le dicen la misma frase, al modo del cine clásico, con ese aplomo, con esa confianza en la ficción. Porque de eso hablamos, entre otras cosas, al hablar del cine americano de los setenta: un cine que tenía a mano la sabiduría clásica, la capacidad narrativa asentada, un modo de producción decantado y a la vez pasado por una crisis de identidad como la de los sesenta y una nueva generación de cineastas que ya pudieron entender ese período de gloria y supieron apropiarse de él de forma personal, con miradas singulares. Y cuando Ed le canta a Lorraine “Can’t Help Falling in Love” se evidencia esa ganancia de las grandes películas, ese ir más allá: la película de terror que también puede operar de manera brillante como película romántica, con un arrebato emocional al que se llega sin necesidad de forzar situaciones ni dar grandes golpes. En El conjuro 2 el relato fluye con tal convicción que Wan se permite, otra vez, la rareza argumental de la 1. Esta es una película de terror en la que, a diferencia de lo que pasa en el género… No, como estamos en el siglo XXI no vamos a incurrir en eso del spoiler, que tanto preocupa a tanta gente. Wan hace una película que sigue enseñanzas que están ahí para ser aprendidas y utilizadas, pero la mayoría del terror contemporáneo prefiere rapiñar otro tipo de recursos, de mucho menor valía, de raíces mucho menos nobles.
Shane Black, uno de los creadores fundamentales de Hollywood de las últimas tres décadas -ojalá fuera más prolífico con este nivel de calidad- presenta en The Nice Guys el nada corriente logro de una comedia policial en la que los elementos no solo no se repelen sino que congenian. Para eso, dispone un casting sorprendente: Russell Crowe ya ha dado muchas muestras de que puede funcionar en este perfil, pero lo de Ryan Gosling es una revelación cómica, una consagración; y la chica Australiana Angourie Rice tiene un potencial innegable, un carisma descomunal. The Nice Guys es, además, una película de extraordinaria inteligencia para plantear temas de los setenta con corrosión, con momentos desopilantes como el de los “muertos” de la protesta. O esa capacidad para desparramar muertes sin prolegómenos, de forma seca y brutal. El modo seco, crujiente, claro, directo de la entrada de los chistes, esa velocidad, ese timing, están en toda la película, hasta el final, sin reblandecimientos. Por último, The Nice Guys se permite poner como objeto fundamental de una trama a puro MacGuffin a una lata de celuloide. Esta tercera película de Black como director podría haber sido un gran éxito hace treinta o cuarenta años -porque las comedias podían serlo- y hoy en día es un producto de mediano alcance que no tiene chances de triunfo frente a los éxitos globales como las series de superhéroes, las adaptaciones de best sellers e incluso las felices excepciones del terror como El conjuro. Tampoco frente a los productos animados más teledirigidos, como por ejemplo esa secuela inadmisible por haragana, por explicativa, por inane, por artera, por una molicie narrativa de la que recién se despierta en los últimos 15 minutos. Una de esas secuelas animadas que antes se admitían como productos televisivos y ahora se lanzan globalmente e inundan las pantallas (que les quedan) grandes. Esas cosas como Buscando a Dory, que olvidaron el juego y el placer del cine en aras de la repetición machacona de naderías.