James Wan logra hacernos creer que las casas embrujadas, las posesiones y los crucifijos invertidos siguen siendo tan terroríficos como en la época de El exorcista. Aún más, ignorando la maldición que pende sobre las segundas partes, Wan, 43 años después del clásico de Friedkin, diseñó a la secuela de El conjuro como una recreación del duelo más demoníaco de la historia. Los Warren, Ed y Lorraine (Patrick Wilson y Vera Farmiga), son ahora una pareja de cazafantasmas; su atuendo semeja en mucho al de pastores protestantes y viajan, cual misioneros, desde su Amityville sobrenatural al más mundano pero tanto más gótico Enfield, norte de Londres. Es 1977; al llegar los recibe “London Calling” (un error cronológico, ya que el tema es de 1979) y se dirigen al hogar de Peggy Hodgson (Frances O’Connor), cuya hija menor Janet (Madison Wolfe) muestra linda-blairismos varios, como objetos de su dormitorio que se mueven o un ser diabólico que habla por su garganta. Más allá de aciertos y desaciertos en la trama (el equipo de guionistas es notable en los efectos sorpresa, pero alarga un poco la narración), Wan sabe que nada es más horroroso que un rostro, y viste a su demonio de monja con una máscara de teatro kabuki. La historia sigue siendo la misma, pero el director toca los nervios adecuados y revive en el horror algo primitivo, efectivo como un desnudo rock’n’roll.