Quienes creen que el terror es solamente el susto (algo que se logra aumentando un instante el volumen o haciendo “bú” rápidamente) se habrán aburrido de la ola creciente de seudo películas basadas únicamente en las posibilidades técnicas del recorte y el repentismo. Pero quizás sí hayan visto El conjuro, de James Wan (alguien que comprende muy bien el género) y hayan descubierto que una buena película de terror requiere suspenso y actores. Pues bien, esta segunda entrega ve a los personajes de Vera Farmiga y Patrick Wilson (dos muy buenos intérpretes) enfrentando un caso de fantasmas y posesión maligna en una casa de Londres. Pero Wan no ha olvidado que aquella primera película funcionaba porque los personajes tenían una vida que compartían con nosotros, eran humanos, pasaban necesidades y funcionaban como reflejo de una sociedad. Aquí eso no es novedad pero no importa, porque funciona exactamente igual de bien que en el primer film. Esa madre sola con cuatro hijos y fantasmas que agobian y ponen en peligro su familia es el reflejo de las angustias de cualquier persona con responsabilidades y dificultades. De allí que la película refuerce el terror a partir de la empatía, esa cosa necesaria que muchos abocados a crear pastiches sanguinolentos han olvidado. Sí, por supuesto: las secuencias de terror, tratadas con los efectos y el tiempo justo, funcionan maravillosamente bien. Dan miedo, y de eso se trata este asunto.